Fay había nacido en Nueva Orleans. A los dieciséis años la pretendió
un hombre de cuarenta que siempre le había gustado por su
aristocrática ditinción. Fay era pobre y las visitas de Albert
constituían auténticos acontecimientos familiares. Todos
disimulaban diligentemente su pobreza. Albert resultaba una especie
de libertador, que hablaba de una vida que Fay nunca había conocido
en el otro extremo de la ciudad.
Cuando
se casaron, Fay se instaló como una princesa en su casa perdida en
un inmenso parque. La servían hermosas mujeres de color. Albert la
trataba con suma delicadeza.
La
primera noche no la poseyó. Sostuvo que era una prueba de amor, no
obligar a la propia mujer por el hecho de serlo, sino conquistarla
lenta y amorosamente, y tomarla cuando estuviese predispuesta y en el
estado de ánimo adecuado para entregarse.
Iba
a la habitación de Fay y se limitaba a acariciarla. Yacían
envueltos en la mosquitera blanca como dentro de un velo nupcial,
tendidos de espaldas en la cálida noche, haciéndose mimos y dándose
besos. Fay se sentía lánguida y drogada. Con cada beso iba
engendrando a una nueva mujer, descubriendo una nueva sensibilidad.
Luego, cuando el marido se iba, se quedaba inquieta y no podía
dormir. Era como si tuviese pequeños ardores bajo la piel, pequeñas
corrientes que la mantenían despierta.
De
este modo, fue atormentada con exquisitez durante varias noches. Al
carecer de experiencia, no intentó llevar adelante un abrazo
completo. Se abandonaba a aquella profusión de besos en el pelo, en
el cuello, en los hombros, en los brazos, en la espalda, en las
piernas...Albert disfrutaba besándola hasta hacela gemir, como
asegurándose de haber despertado una determinada parte de su carne,
y luego llevaba la boca a otro sitio.
Descubrió
una temblorosa sensibilidad debajo del brazo, en el nacimiento de los
pechos, las vibraciones que se transmiten los pezones y el sexo, y la
boca del sexo y los labios, todos los nexos misteriosos que excitan y
tensan lugares distintos de los que se besan, las corrientes que
ciruclan desde las raíces del pelo a las raíces del espinazo. Cada
lugar que besaba, lo reverenciaba con palabras de adoración,
observando los hoyuelos del final de la espalda de Fay, la firmeza de
sus nalgas, la marcada curvatura de la espalda, que hacía sobresalir
los cachetes del culo...”como a las mujeres de color”,dijo.
Le
rodeaba los tobillos con los dedos y se complacía en los pies, que
eran tan perfectos como las manos de Fay, y repasaba una y otra vez
la suave línea estatuaria del cuello, perdiéndose en la melena
larga y espesa.
Los
ojos de Fay eran alargados y apretados como los de las japonesas, la
boca llena y siempre entreabierta. Los pechos se hinchaban al besarla
y mordisquearle la caída de los hombros. Y entonces, cuando gemía,
la dejaba, cerrando cuidadosamente la mosquitera blanca, encerrándola
como si fuera un tesoro, dejándola con los juguillos huyéndole
entre las piernas.
Una
noche, como de costumbre, Fay no podía dormir. Se sentó desnuda en
su nebulosa cama. Al levantarse en busca del quimono y las
zapatillas, una gotita de miel le brotó del sexo, resbalando piernas
abajo y manchando la alfombra blanca. Fay estaba sorprendida por el
control de Albert, de su recato. ¿Cómo era capaz de someter sus
deseos y dormir después de aquellos besos y caricias? Ni siguiera la
había desnudado nunca del todo. Ella tampoco había visto el cuerpo
de su marido.
Decidió
salir de la habitación y pasear hasta calmarse. Le palpitaba todo el
cuerpo. Anduvo lentamente, descendió la gran escalera y salió al
jardín. El perfume de las flores casi la aturdió. Las ramas caían
lánguidamente sobre su cabeza y los senderos mohoso silenciaban
absolutamente sus pasos. Tenía la sensación de estar en un sueño.
Paseó sin rumbo fijo durante largo rato. Luego un ruido la alarmó.
Era un gemido, un gemido rítmico, como el de una mujer sollozante.
La luz de la luna se colaba entre las ramas y descubría a una mujer
de color tendida desnuda sobre el moho con Albert encima. Los
quejidos eran quejidos de placer. Albert jadeaba como un animal
salvaje y arremetía contra ella. También él pronunciaba voces
confusas. Fay los vio convulsionarse ante sus ojos, presos de la
violencia del placer.
A
Fay no la vio nadie. Ella no dijo nada. Al principio la paralizó el
dolor. Luego, regresó a la casa corriendo, rebosante de la
humillación sufrida por su juventud, por su inexperiencia; la
turbaban las dudas. ¿Era culpa suya?¿Qué le faltaba, en qué no
había conseguido gustar a Albert?¿Por qué la dejaba para irse con
la mujer de color? La brutal escena la había hechizado. Se maldecía
por no responder bajo el encanto de las caricias del marido y no
comportarse quizás como él deseaba. Se sentía condenada por su
propia feminidad.
Albert
hubiera podido enseñarla. Le había dicho que la estaba
conquistando...esperando. Le bastaría susurrar unas palabras. Fay
estaba dispuesta a obedecer. Sabía que él era mayor y que ella era
inocente. Había esperado que la enseñaría.
Aquella
noche Fay se convirtió en mujer, al hacer un secreto de su dolor,
para salvar su felicidad con Albert, para demostrar sabiduría y
utilidad. Cuando él estuvo a su lado le susurró.
-
Me gustaría que te quitaras la ropa.
Pareció
sobresaltarse, pero aceptó. Entonces Fay vio a su lado el cuerpo
juvenil y delgado, con sus cabellos muy blancos y resplandecientes,
una curiosa mezcla de juventud y madurez. Y empezó a besarla.
Mientras la besaba, la mano de Fay avanzó tímidamente hacia el
cuerpo del hombre. Al principio estaba asustada. Le tocó el pecho.
Luego las caderas. Él seguía besándola. La mano, lentamente, llegó
al pene. Albert hizo un movimiento de alejarse, un movimiento
delicado. Se alejó y lanzó a besarla entre las piernas. Murmuraba
una y otra vez la misma frase:
-
Tienes cuerpo de Ángel. Es imposible que semejante cuerpo tenga
sexo. Tiene cuerpo de ángel.
La
rabia, provocada, porque el hombre alejara el pene de su mano, se
extendió por el cuerpo de Fay como una fiebre. Se sentó con el pelo
revuelto sobre los hombros y dijo:
-
No soy un ángel, Albert. Soy una mujer: quiero que me ames como a
una mujer.
Entonces
sobrevino la noche más triste que Fay había conocido en su vida,
porque Albert intentó poseerla y no pudo. Él mismo guió las manos
de Fay para que lo acariciaran. El pene se le empalmaba, lo ponía
entre sus piernas y luego desfallecía en las manos de Fay.
Ella
estaba tensa y silenciosa. Veía tortura en los ojos del hombre, que
lo intentó muchas veces.
-
Espera un momentito- decía él-, sólo un momentito.
Lo
decía con tanta humildad y con tanta suavidad que Fay se quedó
quieta, mojada, deseosa y expectante, durante lo que le pareció toda
la noche. Durante toda la noche le sucedieron los asaltos
interrumpidos, fracasando, retrocediendo y besándola a modo de
reparación. Luego Fay sollozó.
La
misma escena se repitió dos o tres noches y luego Albert dejó de ir
al dormitorio de Fay.
Y
casi todos los días Fay veía sombras en el jardín, sombras que se
abrazaban. Le daba miedo salir de su habitación. La casa estaba
completamente alfombrada y era insonora y una vez, subiendo las
escaleras, vislumbró a Albert montándose detrás a una de las
chicas de color y metiendo la mano por debajo de las voluminosas
faldas.
El
ruido de los gemidos la obsesionaba cada vez más. Le parecía oírlos
a todas horas. Una vez fue a las habitaciones de las chicas de color,
que estaban en una casita independiente, y estuvo escuchando. Oyó
los mismo gemidos que había oído en el parque. Se echó a llorar.
Se abrió una puerta. Quien salió no era Albert, sino uno de los
jardineros de color. Se encontró a Fay sollozando junto a la puerta.
Finalmente,
Albert la poseyó en las más extrañas circunstancias. Iban a dar
una fiesta en honor de unos amigos españoles. Aunque rara vez salía
de compras, Fay fue a la ciudad en busca de un determinado azafrán
para el arroz, una clase muy rara de azafrán que acababa de llegar
de un barco procedente de España. Disfrutó comprando el azafrán
recién descargado. Siempre le habían gustado los olores, los olores
de los muelles y de los almacenes. Cuando tuvo en su poder los
paquetitos de azafrán, los guardó bien en el bolso, que llevaba
bajo el brazo y contra el pecho. El olor era muy fuerte y le impregnó
las ropas, las manos y el cuerpo.
Al
llegar a casa, Albert la estaba esperando. Se acercó al coche y la
ayudó a bajar, como en un juego, riendo. En la operación, Fay se
restregó contra él con todo su peso.
-¡Hueles
a azafrán!- exclamó Albert.
Ella
apreció un extraño brillo en los ojos del hombre cuando volcó la
cara contra sus pechos para olerla. Luego la besó y la acompañó al
dormitorio donde Fay dejó caer el bolso sobre la cama. El bolso se
abrió y el olor a azafrán inundó el cuarto. Albert la hizo
tenderse en la cama completamente vestida y, sin besos ni caricias,
la poseyó.
-
Hueles como las mujeres de color – dijo luego, satisfecho.
Y
el hechizo se había roto.
La
impotencia psíquica, que explica tanto la impotencia en el hombre
como la frigidez, obliga a eludir toda aproximación a la corriente
cariñosa, lo que supone una considerable limitación de la elección
de objeto. La corriente sensual buscará tan sólo objetos que no
despierten el recuerdo de los incestuosos prohibidos, y la impresión
de las mujeres cuyas cualidades podrían inspirarle una valoración
alta no se resuelve en excitación sensual, sino en cariño
eróticamente ineficaz.
Los
sujetos que padecen la disociación erótica se acogen a la
degradación psíquica del objeto sexual. Aquellas personas en
quienes las corrientes cariñosa y sensual no han confluido
debidamente viven, por lo general, una vida sexual poco refinada.
Perduran en ella fines sexuales perversos, cuyo incumplimiento es
percibido como una sensible disminución de placer (impotencia
fetichista).
Laura
López, psicóloga-psicoanalista
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