Porque todo lo que acontece en el ser humano ya está escrito en alguna parte...
sábado, 24 de marzo de 2012
LA MUJER Y YO (43) de MIGUEL OSCAR MENASSA
A veces, ella abría las compuertas del odio
y de su boca,
como si fuera la cloaca mayor de la ciudad,
salían toneladas de mierda que caían,
inexorablemente, sobre todo el mundo.
Llamaba piojosa a la única amiga que amaba,
le decía impotente al hombre con el cual
hacía el amor, apasionada, todos los días
y miserable al hombre que la mantenía.
Después, descuartizaba en pedazos pequeños,
desde el Presidente de Gobierno y su mujer,
hasta el camarero del mesón de la esquina
y de los hombres decía, llena de amor por ellos:
Los hombres siguen siendo, hoy día,
tan machistas como el siglo anterior
y, ahora, además, el siglo XX, los hizo,
a casi todos, un poco maricones.
Y miraba con firmeza a quien estuviera a su lado
y le decía:
No me vengas, ahora, con que Freud
lo hubiera hecho mejor que yo,
porque Freud está muerto
y me miraba con intensidad y desprecio
como si yo fuera el amante de la muerte.
Detente, le dije un día, detente
o te daré una patada en el coño
que te dejaré seca, ahí, para siempre.
¿A mí, me vas a pegar, a mí?
A mí, marica, no me pegó ningún hombre.
Se nota, dije casi sin decir,
y me senté en el borde de la cama
y me quedé quieto pensando la frase,
maravillosa y siniestra,
que me permitiera pegarle.
Y ella, al grito de muerte al traidor,
como si lo que pasaba fueran los celos,
se abalanzó con rabia y fuerza
contra las ideas que nos permitían vivir
y dijo, con todo el odio acumulado en 100 años:
A mí, no serás tú el que me haga una mujer,
yo necesito un macho que tú nunca serás
y me pegó dos cachetadas como si yo
fuera, exactamente, un niño y, ahí,
fue cuando se hizo la frase:
Ningún hombre te ha pegado nunca
pero yo soy un marica, y, ahí mismo,
le acomodé un derechazo en la mandíbula
y le partí la cara en dos pedazos desiguales
y luego con la izquierda le rompí el hígado.
Cuando la vi cayendo y no podía
alcanzarla con mis puños, le di
cuatro o cinco patadas en el culo
y luego le pisé la cabeza.
Al otro día, los dos en el hospital,
yo con un ataque de depresión,
seguramente, por la culpa inconsciente
por haberle pegado y, después,
en el suelo, cuando ella estaba toda rota
hicimos el amor al estilo clásico.
Y ella, toda vendada y entablillada,
por un agujerito que le quedaba sano
al costado de la boca enrojecida
pudo decirme: Hoy te amo,
ayer estuve con un macho verdadero.
Yo me sonrojé frente a la enfermera
y, como no deseaba pasar
el resto de mi vida en la cárcel,
esa misma mañana comencé
un tratamiento psicoanalítico.
Amar no es instintivo, se aprende, porque hay formas de amar que son más saludables. A veces, es el síntoma lo que une. Víctimas de una manera de pensar el amor: mejor, un tratamiento psicoanalítico para ambos.
Laura López, psicóloga-psicoanalista
jueves, 15 de marzo de 2012
RAYUELA de JULIO CORTÁZAR
En fin, no es fácil
hablar de la Maga que a esta hora anda seguramente por Belleville o
Pantin, mirando aplicadamente el suelo hasta encontrar un pedazo de
género rojo. Si no lo encuentra seguirá así toda la noche,
revolverá en los tachos de basura, los ojos vidriosos, convencida de
que algo horrible le va a ocurrir si no encuentra esa prenda de
rescate, la señal del perdón o del aplazamiento. Sé lo que es eso
porque también obedezco a esas señales, también hay veces en que
me toca encontrar trapo rojo. Desde la infancia apenas se me cae algo
al suelo tengo que levantarlo, sea lo que sea, porque si no lo hago,
va a ocurrir una desgracia, no a mí sino a alguien a quien amo y
cuyo nombre empieza con la inicial del objeto caído. Lo peor es que
nada puede contenerme cuando algo se me cae al suelo, ni
tampoco vale que lo levante otro porque el maleficio obraría igual.
He pasado muchas veces por loco a causa de esto y la verdad es que
estoy loco cuando lo hago, cuando me precipito a juntar un lápiz o
un trocito de papel que se me han ido de la mano, como la noche del
terrón de azúcar en el restaurante de la rue Scribe, un restaurante
bacán con montones de gerentes, putas de zorros plateados y
matrimonios bien organizados. Estábamos con Ronald y Etienne, y amí
se me cayó un terrón de azúcar que fue a parar abajo de una mesa
bastante lejos de la nuestra. Lo primero que me llamó la atención
fue la forma en que el terrón se había alejado, porque en general
los terrones de azúcar se plantan apenas tocan el suelo por razones
paralelepípedas evidentes. Pero éste se conducía como si fuera una
bola de naftalina, lo cual aumentó mi aprensión, y llegúe a creer
que realmente me lo habían arrancado de la mano. Ronald, que me
conoce, miró hacia donde había ido a parar el terrón y se empezó
a reír. Eso me dio todavía más miedo, mezclado con rabia. Un mozo
se acercó pensando que se me había caído algo precioso, una Párker
o una dentadura postiza, y en realidad lo único que hacía era
molestarme, entonces sin pedir permiso me tiré al suelo y empecé a
buscar el terrón entre los zapatos de la gente que estaba llena de
curiosidad creyendo (y con razón) que se trataba de algo importante.
En la mesa había una gorda pelirroja, otra menos gorda pero
igualmente putona, y dos gerentes o algo así. Lo primero que hice
fue darme cuenta de que el terrón no estaba a la vista y eso que lo
había visto saltar hasta los zapatos (que se movían inquietos como
gallinas). Para pero el piso tenía alfombra, y aunque estaba
asquerosa de usada el terrón se había escondido entre los pelo y no
podía encontrarlo. El mozo tiró del otro lado de la mesa, y ya
éramos dos cuadrúpedos moviéndonos entre los zapatos gallina que
allá arriba empezaban a cacarear como locas. El mozo seguía
convencido de la Párker o el luis de oror, y cuando estábamos bien
metidos debajo de la mesa, en una especie de gran intimidad y
penumbra y él me preguntó y yo le dije, puso una cara que era como
para pulverizarla con un fijador, pero yo no tenía ganas de reír,
el miedo me hacía una doble llave en la boca del estómago y al
final me dio una verdadera desesperación (el mozo se había
levantado furioso) y empecé a agarrar los zapatos de las mujeres y a
mirar si debajo del arco de la suela no estaría agazapado el azúcar,
y las gallinas cacareaban, los gallos gerentes me picoteaban el lomo,
oía las carcajadas de Ronald y Etienne mientras me movía de una
mesa a otra hasta encontrar el azúcar escondido detrás de una pata
Segundo Imperio. Y todo el mundo enfurecido, hasta yo con el azúcar
apretado en la palma de la mano y sintiendo cómo se mezclaba con el
sudor de la piel, cómo asquerosamente se deshacía en una especie de
venganza pegajosa, esa clase de episodios todos los días.
La
característica esencial del TOC y de la neurosis obsesiva es la
presencia de obsesiones o compulsiones de carácter recurrente, lo
suficientemente graves como para provocar pérdidas de tiempo
significativas, acusando un deterioro de sus actividades normales y
sintiendo un malestar muy significativo. Las obsesiones son ideas,
pensamientos, impulsos o imágenes de carácter persistente, que la
persona considera intrusas y que provocan malestar, ansiedad y
angustia. Suelen tener miedo a contaminarse de una enfermedad por
contagio, tienen dudas repetitivas, compulsión a ordenar las cosas,
a contar, impulsos agresivos y/o asesinos, imágenes sexuales, ganas
de blasfemar, obsesión con el dinero etc…
Laura
López, psicóloga-psicoanalista
AZAFRÁN de PÁJAROS DE FUEGO de ANAÏS NINN
Fay había nacido en Nueva Orleans. A los dieciséis años la pretendió
un hombre de cuarenta que siempre le había gustado por su
aristocrática ditinción. Fay era pobre y las visitas de Albert
constituían auténticos acontecimientos familiares. Todos
disimulaban diligentemente su pobreza. Albert resultaba una especie
de libertador, que hablaba de una vida que Fay nunca había conocido
en el otro extremo de la ciudad.
Cuando
se casaron, Fay se instaló como una princesa en su casa perdida en
un inmenso parque. La servían hermosas mujeres de color. Albert la
trataba con suma delicadeza.
La
primera noche no la poseyó. Sostuvo que era una prueba de amor, no
obligar a la propia mujer por el hecho de serlo, sino conquistarla
lenta y amorosamente, y tomarla cuando estuviese predispuesta y en el
estado de ánimo adecuado para entregarse.
Iba
a la habitación de Fay y se limitaba a acariciarla. Yacían
envueltos en la mosquitera blanca como dentro de un velo nupcial,
tendidos de espaldas en la cálida noche, haciéndose mimos y dándose
besos. Fay se sentía lánguida y drogada. Con cada beso iba
engendrando a una nueva mujer, descubriendo una nueva sensibilidad.
Luego, cuando el marido se iba, se quedaba inquieta y no podía
dormir. Era como si tuviese pequeños ardores bajo la piel, pequeñas
corrientes que la mantenían despierta.
De
este modo, fue atormentada con exquisitez durante varias noches. Al
carecer de experiencia, no intentó llevar adelante un abrazo
completo. Se abandonaba a aquella profusión de besos en el pelo, en
el cuello, en los hombros, en los brazos, en la espalda, en las
piernas...Albert disfrutaba besándola hasta hacela gemir, como
asegurándose de haber despertado una determinada parte de su carne,
y luego llevaba la boca a otro sitio.
Descubrió
una temblorosa sensibilidad debajo del brazo, en el nacimiento de los
pechos, las vibraciones que se transmiten los pezones y el sexo, y la
boca del sexo y los labios, todos los nexos misteriosos que excitan y
tensan lugares distintos de los que se besan, las corrientes que
ciruclan desde las raíces del pelo a las raíces del espinazo. Cada
lugar que besaba, lo reverenciaba con palabras de adoración,
observando los hoyuelos del final de la espalda de Fay, la firmeza de
sus nalgas, la marcada curvatura de la espalda, que hacía sobresalir
los cachetes del culo...”como a las mujeres de color”,dijo.
Le
rodeaba los tobillos con los dedos y se complacía en los pies, que
eran tan perfectos como las manos de Fay, y repasaba una y otra vez
la suave línea estatuaria del cuello, perdiéndose en la melena
larga y espesa.
Los
ojos de Fay eran alargados y apretados como los de las japonesas, la
boca llena y siempre entreabierta. Los pechos se hinchaban al besarla
y mordisquearle la caída de los hombros. Y entonces, cuando gemía,
la dejaba, cerrando cuidadosamente la mosquitera blanca, encerrándola
como si fuera un tesoro, dejándola con los juguillos huyéndole
entre las piernas.
Una
noche, como de costumbre, Fay no podía dormir. Se sentó desnuda en
su nebulosa cama. Al levantarse en busca del quimono y las
zapatillas, una gotita de miel le brotó del sexo, resbalando piernas
abajo y manchando la alfombra blanca. Fay estaba sorprendida por el
control de Albert, de su recato. ¿Cómo era capaz de someter sus
deseos y dormir después de aquellos besos y caricias? Ni siguiera la
había desnudado nunca del todo. Ella tampoco había visto el cuerpo
de su marido.
Decidió
salir de la habitación y pasear hasta calmarse. Le palpitaba todo el
cuerpo. Anduvo lentamente, descendió la gran escalera y salió al
jardín. El perfume de las flores casi la aturdió. Las ramas caían
lánguidamente sobre su cabeza y los senderos mohoso silenciaban
absolutamente sus pasos. Tenía la sensación de estar en un sueño.
Paseó sin rumbo fijo durante largo rato. Luego un ruido la alarmó.
Era un gemido, un gemido rítmico, como el de una mujer sollozante.
La luz de la luna se colaba entre las ramas y descubría a una mujer
de color tendida desnuda sobre el moho con Albert encima. Los
quejidos eran quejidos de placer. Albert jadeaba como un animal
salvaje y arremetía contra ella. También él pronunciaba voces
confusas. Fay los vio convulsionarse ante sus ojos, presos de la
violencia del placer.
A
Fay no la vio nadie. Ella no dijo nada. Al principio la paralizó el
dolor. Luego, regresó a la casa corriendo, rebosante de la
humillación sufrida por su juventud, por su inexperiencia; la
turbaban las dudas. ¿Era culpa suya?¿Qué le faltaba, en qué no
había conseguido gustar a Albert?¿Por qué la dejaba para irse con
la mujer de color? La brutal escena la había hechizado. Se maldecía
por no responder bajo el encanto de las caricias del marido y no
comportarse quizás como él deseaba. Se sentía condenada por su
propia feminidad.
Albert
hubiera podido enseñarla. Le había dicho que la estaba
conquistando...esperando. Le bastaría susurrar unas palabras. Fay
estaba dispuesta a obedecer. Sabía que él era mayor y que ella era
inocente. Había esperado que la enseñaría.
Aquella
noche Fay se convirtió en mujer, al hacer un secreto de su dolor,
para salvar su felicidad con Albert, para demostrar sabiduría y
utilidad. Cuando él estuvo a su lado le susurró.
-
Me gustaría que te quitaras la ropa.
Pareció
sobresaltarse, pero aceptó. Entonces Fay vio a su lado el cuerpo
juvenil y delgado, con sus cabellos muy blancos y resplandecientes,
una curiosa mezcla de juventud y madurez. Y empezó a besarla.
Mientras la besaba, la mano de Fay avanzó tímidamente hacia el
cuerpo del hombre. Al principio estaba asustada. Le tocó el pecho.
Luego las caderas. Él seguía besándola. La mano, lentamente, llegó
al pene. Albert hizo un movimiento de alejarse, un movimiento
delicado. Se alejó y lanzó a besarla entre las piernas. Murmuraba
una y otra vez la misma frase:
-
Tienes cuerpo de Ángel. Es imposible que semejante cuerpo tenga
sexo. Tiene cuerpo de ángel.
La
rabia, provocada, porque el hombre alejara el pene de su mano, se
extendió por el cuerpo de Fay como una fiebre. Se sentó con el pelo
revuelto sobre los hombros y dijo:
-
No soy un ángel, Albert. Soy una mujer: quiero que me ames como a
una mujer.
Entonces
sobrevino la noche más triste que Fay había conocido en su vida,
porque Albert intentó poseerla y no pudo. Él mismo guió las manos
de Fay para que lo acariciaran. El pene se le empalmaba, lo ponía
entre sus piernas y luego desfallecía en las manos de Fay.
Ella
estaba tensa y silenciosa. Veía tortura en los ojos del hombre, que
lo intentó muchas veces.
-
Espera un momentito- decía él-, sólo un momentito.
Lo
decía con tanta humildad y con tanta suavidad que Fay se quedó
quieta, mojada, deseosa y expectante, durante lo que le pareció toda
la noche. Durante toda la noche le sucedieron los asaltos
interrumpidos, fracasando, retrocediendo y besándola a modo de
reparación. Luego Fay sollozó.
La
misma escena se repitió dos o tres noches y luego Albert dejó de ir
al dormitorio de Fay.
Y
casi todos los días Fay veía sombras en el jardín, sombras que se
abrazaban. Le daba miedo salir de su habitación. La casa estaba
completamente alfombrada y era insonora y una vez, subiendo las
escaleras, vislumbró a Albert montándose detrás a una de las
chicas de color y metiendo la mano por debajo de las voluminosas
faldas.
El
ruido de los gemidos la obsesionaba cada vez más. Le parecía oírlos
a todas horas. Una vez fue a las habitaciones de las chicas de color,
que estaban en una casita independiente, y estuvo escuchando. Oyó
los mismo gemidos que había oído en el parque. Se echó a llorar.
Se abrió una puerta. Quien salió no era Albert, sino uno de los
jardineros de color. Se encontró a Fay sollozando junto a la puerta.
Finalmente,
Albert la poseyó en las más extrañas circunstancias. Iban a dar
una fiesta en honor de unos amigos españoles. Aunque rara vez salía
de compras, Fay fue a la ciudad en busca de un determinado azafrán
para el arroz, una clase muy rara de azafrán que acababa de llegar
de un barco procedente de España. Disfrutó comprando el azafrán
recién descargado. Siempre le habían gustado los olores, los olores
de los muelles y de los almacenes. Cuando tuvo en su poder los
paquetitos de azafrán, los guardó bien en el bolso, que llevaba
bajo el brazo y contra el pecho. El olor era muy fuerte y le impregnó
las ropas, las manos y el cuerpo.
Al
llegar a casa, Albert la estaba esperando. Se acercó al coche y la
ayudó a bajar, como en un juego, riendo. En la operación, Fay se
restregó contra él con todo su peso.
-¡Hueles
a azafrán!- exclamó Albert.
Ella
apreció un extraño brillo en los ojos del hombre cuando volcó la
cara contra sus pechos para olerla. Luego la besó y la acompañó al
dormitorio donde Fay dejó caer el bolso sobre la cama. El bolso se
abrió y el olor a azafrán inundó el cuarto. Albert la hizo
tenderse en la cama completamente vestida y, sin besos ni caricias,
la poseyó.
-
Hueles como las mujeres de color – dijo luego, satisfecho.
Y
el hechizo se había roto.
La
impotencia psíquica, que explica tanto la impotencia en el hombre
como la frigidez, obliga a eludir toda aproximación a la corriente
cariñosa, lo que supone una considerable limitación de la elección
de objeto. La corriente sensual buscará tan sólo objetos que no
despierten el recuerdo de los incestuosos prohibidos, y la impresión
de las mujeres cuyas cualidades podrían inspirarle una valoración
alta no se resuelve en excitación sensual, sino en cariño
eróticamente ineficaz.
Los
sujetos que padecen la disociación erótica se acogen a la
degradación psíquica del objeto sexual. Aquellas personas en
quienes las corrientes cariñosa y sensual no han confluido
debidamente viven, por lo general, una vida sexual poco refinada.
Perduran en ella fines sexuales perversos, cuyo incumplimiento es
percibido como una sensible disminución de placer (impotencia
fetichista).
Laura
López, psicóloga-psicoanalista
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