Nataniel a Lotario
Sin
duda estarán inquietos porque hace tanto tiempo que no les escribo.
Mamá estará enfadada y Clara pensará que vivo en tal torbellino de
alegría que he olvidado por completo la dulce imagen angelical tan
profundamente grabada en mi corazón y en mi alma. Pero no es así;
cada día, cada hora, pienso en ustedes y el rostro encantador de
Clara vuelve una y otra vez en mis sueños; sus ojos transparentes me
miran con dulzura, y su boca me sonríe como antaño, cuando volvía
junto a ustedes. ¡Ay de mí! ¿Cómo podría haberles escrito con la
violencia que anidaba en mi espíritu y que hasta ahora ha turbado
todos mis pensamientos? ¡Algo espantoso se ha introducido en mi
vida! Sombríos presentimientos de un destino cruel y amenazador se
ciernen sobre mí, como nubes negras, impenetrables a los alegres
rayos del sol. Debo decirte lo que me ha sucedido. Debo hacerlo, es
preciso, pero sólo con pensarlo oigo a mi alrededor risas burlonas.
¡Ay, querido Lotario, cómo hacer para intentar solamente que
comprendas que lo que me sucedió hace unos días ha podido turbar mi
vida de una forma terrible! Si estuvieras aquí podrías ver con tus
propios ojos; pero ciertamente piensas ahora en mí como en un
visionario absurdo. En pocas palabras, la horrible visión que tuve,
y cuya mortal influencia intento evitar, consiste simplemente en que,
hace unos días, concretamente el 30 de octubre a mediodía, un
vendedor de barómetros entró en mi casa y me ofreció su mercancía.
No compré nada y lo amenacé con precipitarlo escaleras abajo, pero
se marchó al instante.
Sospechas
sin duda que circunstancias concretas que han marcado profundamente
mi vida conceden relevancia a este insignificante acontecimiento, y
así es en efecto. Reúno todas mis fuerzas para contarte con
tranquilidad y paciencia algunas cosas de mi infancia que aportarán
luz y claridad a tu espíritu. En el momento de comenzar te veo reír
y oigo a Clara que dice: "¡son auténticas chiquilladas!"
¡Ríanse! ¡Ríanse de todo corazón, se los suplico! Pero ¡Dios
del cielo!, mis cabellos se erizan, y me parece que los conjuro a
burlarse de mí en el delirio de la desesperación, como Franz Moor
conjuraba a Daniel. Vamos al hecho en cuestión.
Salvo
en las horas de las comidas, mis hermanos y yo veíamos a mi padre
bastante poco. Estaba muy ocupado en su trabajo. Después de la cena,
que, conforme a las antiguas costumbres, se servía a las siete,
íbamos todos, nuestra madre con nosotros, al despacho de nuestro
padre, y nos sentábamos a una mesa redonda. Mi padre fumaba su pipa
y bebía un gran vaso de cerveza. Con frecuencia nos contaba
historias maravillosas, y sus relatos lo apasionaban tanto que dejaba
que su pipa se apagase; yo estaba encargado de encendérsela de nuevo
con una astilla prendida, lo cual me producía un indescriptible
placer. También a menudo nos daba libros con láminas; y permanecía
silencioso e inmóvil en su sillón apartando espesas nubes de humo
que nos envolvían a todos como la niebla. En este tipo de veladas,
mi madre estaba muy triste, y apenas oía sonar las nueve, exclamaba:
"Vamos niños, a la cama... ¡el Hombre de Arena está al
llegar...! ¡ya lo oigo!" Y, en efecto, se oía entonces
retumbar en la escalera graves pasos; debía ser el Hombre de Arena.
En cierta ocasión, aquel ruido me produjo más escalofríos que de
costumbre y pregunté a mi madre mientras nos acompañaba:
—¡Oye
mamá! ¿Quién es ese malvado Hombre de Arena que nos aleja siempre
del lado de papá? ¿Qué aspecto tiene?
—No
existe tal Hombre de Arena, cariño —me respondió mi madre—.
Cuando digo "viene el Hombre de Arena" quiero decir que
tienen que ir a la cama y que sus párpados se cierran
involuntariamente como si alguien les hubiera tirado arena a los
ojos.
La
respuesta de mi madre no me satisfizo y mi infantil imaginación
adivinaba que mi madre había negado la existencia del Hombre de
Arena para no asustarnos. Pero yo lo oía siempre subir las
escaleras.
Lleno
de curiosidad, impaciente por asegurarme de la existencia de este
hombre, pregunté a una vieja criada que cuidaba de la más pequeña
de mis hermanas, quién era aquel personaje.
—¡Ah
mi pequeño Nataniel! —me contestó—, ¿no lo sabes? Es un hombre
malo que viene a buscar a los niños cuando no quieren irse a la cama
y les arroja un puñado de arena a los ojos haciéndolos llorar
sangre. Luego los mete en un saco y se los lleva a la luna creciente
para divertir a sus hijos, que esperan en el nido y tienen picos
encorvados como las lechuzas para comerles los ojos a picotazos.
Desde
entonces, la imagen del Hombre de Arena se grabó en mi espíritu de
forma terrible; y, por la noche, en el instante en que las escaleras
retumbaban con el ruido de sus pasos, temblaba de ansiedad y de
horror; mi madre sólo podía entonces arrancarme estas palabras
ahogadas por mis lágrimas: "¡El Hombre de Arena! ¡El Hombre
de Arena!" Corría al dormitorio y aquella terrible aparición
me atormentaba durante toda la noche.
Yo
tenía ya la edad suficiente como para pensar que la historia del
Hombre de Arena y sus hijos en el nido de la luna creciente, según
la contaba la vieja criada, no era del todo exacta; sin embargo, el
Hombre de Arena siguió siendo para mí un espectro amenazador. El
terror se apoderaba de mí cuando lo oía subir al despacho de mi
padre. Algunas veces duraba su ausencia largo tiempo; luego, sus
visitas volvían a ser frecuentes; aquello duró varios años. No
podía acostumbrarme a tan extraña aparición, y la sombría figura
de aquel desconocido no palidecía en mi pensamiento. Su relación
con mi padre ocupaba cada vez más mi imaginación, la idea de
preguntarle a él me sumía en un insuperable temor, y el deseo de
indagar el misterio, de ver al legendario Hombre de Arena, aumentaba
en mí con los años. El Hombre de Arena me había deslizado en el
mundo de lo fantástico, donde el espíritu infantil se introduce tan
fácilmente. Nada me complacía tanto como leer o escuchar horribles
historias de genios, brujas y duendes; pero, por encima de todas las
escalofriantes apariciones, prefería la del Hombre de Arena que
dibujaba con tiza y carbón en las mesas, en los armarios y en las
paredes bajo las formas más espantosas. Cuando cumplí diez años,
mi madre me asignó una habitación para mí solo, en el corredor, no
lejos de la de mi padre. Como siempre, al sonar las nueve el
desconocido se hacía oír, y había que retirarse. Desde mi
habitación lo oía entrar en el despacho de mi padre, y poco después
me parecía que un imperceptible vapor se extendía por toda la casa.
La curiosidad por ver al Hombre de Arena de la forma que fuese crecía
en mí cada vez más. Alguna vez abrí mi puerta, cuando mi padre ya
se había ido, y me deslicé en el corredor; pero no pude oír nada,
pues siempre habían cerrado ya la puerta cuando alcanzaba la
posición adecuada para poder verle. Finalmente, empujado por un
deseo irresistible, decidí esconderme en el gabinete de mi padre, y
esperar allí mismo al Hombre de Arena.
Por
el semblante taciturno de mi padre y por la tristeza de mi madre supe
una noche que vendría el Hombre de Arena. Pretexté un enorme
cansancio y abandonando la sala antes de las nueve fui a esconderme
detrás de la puerta. La puerta de la calle crujió en sus goznes y
lentos pasos, tardos y amenazadores, retumbaron desde el vestíbulo
hasta las escaleras. Mi madre y los niños pasaron apresuradamente
ante mí. Abrí despacio, muy despacio, la puerta del gabinete de mi
padre. Estaba sentado como de costumbre, en silencio y de espaldas a
la puerta. No me vio, y corrí a esconderme detrás de una cortina
que tapaba un armario en el que estaban colgados sus trajes. Después
los pasos se oyeron cada vez más cerca, alguien tosía, resoplaba y
murmuraba de forma singular. El corazón me latía de miedo y
expectación. Muy cerca de la puerta, un paso sonoro, un golpe
violento en el picaporte, los goznes giran ruidosamente. Adelanto a
mi pesar la cabeza con precaución, el Hombre de Arena está en medio
de la habitación ¡el resplandor de las velas ilumina su rostro! ¡El
Hombre de Arena, el terrible Hombre de Arena, es el viejo abogado
Coppelius que a veces se sienta a nuestra mesa! Pero el más horrible
de los rostros no me hubiera causado más espanto que el de aquel
Coppelius. Imagínate un hombre de anchos hombros con una enorme
cabeza deforme, una tez mate, cejas grises y espesas bajo las que
brillan dos ojos verdes como los de los gatos y una nariz gigantesca
que desciende bruscamente sobre sus gruesos labios. Su boca torcida
se encorva aún más con su burlona sonrisa; en sus mejillas dos
manchas rojas y unos acentos a la vez sordos y silbantes se escapan
de entre sus dientes irregulares. Coppelius aparecía siempre con un
traje color ceniza, de una hechura pasada de moda, chaqueta y
pantalones del mismo color, medias negras y zapatos con hebillas de
estrás. Su corta peluca, que apenas cubría su cuello, terminaba en
dos bucles pegados que soportaban sus grandes orejas, de un rojo
vivo, e iba a perderse en un amplio tafetán negro que se desplegaba
aquí y allá en su espalda y dejaba ver el broche de plata que
sujetaba su lazo. Aquella cara ofrecía un aspecto horrible y
repugnante, pero lo que más nos chocaba a nosotros, niños, eran
aquellas grandes manos velludas y huesudas; cuando él las dirigía
hacia algún objeto, nos guardábamos de tocarlo. Él se había dado
cuenta de esto y se complacía en tocar los pasteles o las frutas
confitadas que nuestra madre había puesto sigilosamente en nuestros
platos; entonces él gozaba viendo nuestros ojos llenos de lágrimas
al no poder ya saborear por asco y repulsión las golosinas que él
había rozado. Lo mismo hacía los días de fiesta, cuando nuestro
padre nos servía un vasito de vino dulce. Entonces se apresuraba a
coger el vaso y lo acercaba a sus labios azulados, y reía
diabólicamente viendo cómo sólo podíamos exteriorizar nuestra
rabia con leves sollozos. Acostumbraba a llamarnos los animalitos; en
presencia suya no nos estaba permitido decir una sola palabra y
maldecíamos con toda nuestra alma a aquel personaje odioso, a aquel
enemigo que envenenaba deliberadamente nuestra más pequeña alegría.
Mi madre parecía odiar tanto como nosotros al repugnante Coppelius,
pues, desde el instante en que aparecía, su dulce alegría y su
despreocupada forma de ser se tornaban en una triste y sombría
gravedad. Nuestro padre se comportaba con Coppelius como si éste
perteneciera a un rango superior y hubiera que soportar sus desaires
con buen ánimo. Nunca dejaba de ofrecerle sus platos favoritos y
descorchaba en su honor vinos de reserva.
Al
ver entonces a Coppelius me di cuenta de que ningún otro podía
haber sido el Hombre de Arena; pero el Hombre de Arena ya no era para
mí aquel ogro del cuento de la niñera que se lleva a los niños a
la luna, al nido de sus hijos con pico de lechuza. No. Era una odiosa
y fantasmagórica criatura que dondequiera que se presentase traía
tormento y necesidad, causando un mal durable, eterno.
Yo
estaba como embrujado, con la cabeza entre las cortinas, a riesgo de
ser descubierto y cruelmente castigado. Mi padre recibió alegremente
a Coppelius.
—¡Vamos!
¡al trabajo! —exclamó el otro con voz sorda quitándose la
levita.
Mi
padre, con aire sombrío, se quitó la bata y los dos se pusieron
unas túnicas negras. Mi padre abrió la puerta de un armario
empotrado que ocultaba un profundo nicho donde había un horno.
Coppelius se acercó, y del hogar se elevó una llama azul. Una gran
cantidad de extrañas herramientas se iluminaron con aquella
claridad. Pero, ¡Dios mío, qué extraña metamorfosis se había
operado en los rasgos de mi anciano padre! Un dolor violento y
terrible parecía haber cambiado la expresión honesta y leal de su
fisonomía, que se había contraído de forma satánica. ¡Se parecía
a Coppelius! Éste manejaba unas pinzas incandescentes y atizaba los
carbones ardientes del hogar. Creí ver a su alrededor figuras
humanas, pero sin ojos. En su lugar había cavidades negras,
profundas, horribles.
—¡Ojos,
ojos! —gritaba Coppelius con voz sorda, amenazadora.
Grité
y caí al suelo, violentamente abatido por el miedo. Entonces
Coppelius me cogió.
—¡Pequeña
bestia! ¡Pequeña bestia! —dijo haciendo crujir los dientes de un
modo espantoso. Diciendo esto me arrojó al horno, cuya llama prendía
ya mis cabellos.
—Ahora
—exclamó— ya tenemos ojos, ¡ojos! ¡un hermoso par de ojos de
niño! —Y con sus manos cogió del hogar un puñado de carbones
ardientes que se disponía a arrojar a mis ojos, cuando mi padre, con
las manos juntas, le imploró:
—¡Maestro!
¡Maestro! ¡Deja los ojos a mi Nataniel! ¡Déjaselos!
Coppelius
se echó a reír de forma estrepitosa.
—Que
el niño conserve sus ojos para que éstos realicen su trabajo en el
mundo; pero, puesto que está aquí, observemos atentamente el
mecanismo de sus pies y de sus manos.
Sus
dedos apretaron todas las articulaciones de mis miembros, que
crujieron, y me retorció las manos y los pies de una forma y de
otra.
—¡Esto
no está del todo bien! ¡Tan bien como estaba! ¡El viejo lo ha
entendido perfectamente!
Coppelius
murmuraba esto mientras me retorcía; pero pronto todo se volvió
oscuro y confuso a mi alrededor; un dolor nervioso agitó todo mi
ser; no sentí nada más. Un vapor dulce y cálido se derramó sobre
mi rostro; desperté como del sueño de la muerte. Mi madre estaba
inclinada sobre mí.
—¿Está
aquí el Hombre de Arena? —balbucí.
—No,
mi niño, está muy lejos; se fue hace mucho, no te hará daño.
Así
decía mi madre, y me besaba estrechando contra su corazón al niño
querido que le era devuelto.
¿Para
qué cansarte por más tiempo con estas historias, querido Lotario?
Fui descubierto y cruelmente maltratado por Coppelius. La ansiedad y
el miedo me causaron una ardiente fiebre que padecí durante algunas
semanas; "¿Está aún aquí el Hombre de Arena?" Éstas
fueron las primeras palabras de mi salvación y el primer signo de mi
curación. Sólo me queda contarte el instante más horrible de mi
infancia; después te habrás convencido de que no hay que acusar a
mis ojos de que todo me parezca sin color en la vida; pues un sombrío
destino ha levantado una densa nube ante todos los objetos, y sólo
mi muerte podrá disiparla.
Coppelius
no volvió a aparecer, se dijo que había abandonado la ciudad.
Había
transcurrido un año, y cierta noche, según la antigua e invariable
costumbre, estábamos sentados en la mesa redonda. Nuestro padre
estaba muy alegre y nos contaba historias divertidas que le habían
sucedido en los viajes de su juventud. En el momento en que el reloj
daba las nueve oímos sonar los goznes de la puerta de la casa, y
unos graves pasos retumbaron desde el vestíbulo hasta las escaleras.
—¡Es
Coppelius! —dijo mi madre palideciendo.
—Sí,
es Coppelius —repitió mi padre con voz entrecortada.
Las
lágrimas asomaron a los ojos de mi madre:
—¡Padre!
¿es preciso?
—Por
última vez —respondió—. Viene por última vez, te lo juro. Ve
con los niños. Buenas noches.
Yo
estaba petrificado, me faltaba el aire. Mi madre, viéndome inmóvil,
me cogió del brazo.
—Ven,
Nataniel —me dijo—. Me dejé llevar a mi habitación—. Estate
tranquilo y acuéstate. ¡Duerme! —me dijo al irse. Pero un terror
invencible me agitaba y no pude cerrar los ojos. El horrible, el
odioso Coppelius estaba ante mí, con sus ojos destellantes,
sonriéndome hipócrita, e intentaba alejar su imagen. Era cerca de
media noche cuando se oyó un golpe violento, como la detonación de
un arma de fuego. La casa entera se tambaleó, alguien pasó
corriendo por delante de mi cuarto y la puerta de la calle se cerró
estrepitosamente de un porrazo.
—¡Es
Coppelius! —grité fuera de mí, y salté de la cama. Oí gemidos;
corrí a la habitación de mi padre, la puerta estaba abierta, se
respiraba un humo asfixiante, y una criada gritaba:
—¡El
señor! El señor!
Delante
del horno encendido, en el suelo, yacía mi padre muerto, con la cara
destrozada. Mis hermanas, de rodillas a su alrededor, clamaban y
gemían. Mi madre había caído inmóvil junto a su marido.
—¡Coppelius,
monstruo infame! ¡Has asesinado a mi padre! —grité. Y caí sin
sentido. Dos días más tarde, cuando colocaron su cuerpo en el
ataúd, sus rasgos habían vuelto a ser serenos y dulces como lo
fueron durante toda su vida. Aquella imagen mitigó mi dolor, pensé
que su alianza con el infernal Coppelius no lo había llevado a la
condenación eterna.
La
explosión había despertado a los vecinos, el suceso causó
sensación, y las autoridades, que tuvieron conocimiento del mismo,
requirieron la presencia de Coppelius. Pero había desaparecido de la
ciudad sin dejar rastro.
Si
te dijera, querido amigo, que el vendedor de barómetros no era otro
sino el miserable Coppelius, comprenderías el horror que me produjo
tan desgraciada y enemiga aparición. Llevaba otro traje, pero los
rasgos de Coppelius están demasiado profundamente marcados en mi
alma como para poder equivocarme. Además, Coppelius ni siquiera ha
cambiado de nombre. Se hace pasar aquí —según tengo oído—, por
un mecánico piamontés llamado Giuseppe Coppola.
Estoy
decidido a vengar la muerte de mi padre, pase lo que pase. No digas
nada a mi madre de este encuentro cruel. Saluda a la encantadora
Clara; le escribiré con una mayor presencia de ánimo.
Queda
con Dios, etcétera.
Clara
a Nataniel
Es
cierto que hace mucho que no me has escrito pero creo, sin embargo,
que me llevas en tu alma y en tus pensamientos; pues pensabas
vivamente en mí cuando, queriendo enviar tu última carta a mi
hermano Lotario, la suscribiste a mi nombre. La abrí con alegría y
sólo me di cuenta de mi error al ver estas palabras: "¡Ay, mi
querido Lotario!" Sin duda no debería haber seguido leyendo y
debí entregar la carta a mi hermano. Alguna vez me has reprochado
entre risas el que yo tuviera un espíritu tan apacible y tranquilo
que si la casa se derrumbara, antes que huir, colocaría en su sitio
una cortina mal puesta; pero apenas podía respirar y todo daba
vueltas ante mis ojos, mi querido Nataniel, al saber la infortunada
causa que ha turbado tu vida. Separación eterna, no verte nunca más,
este presentimiento me atravesaba como un puñal ardiente. Leí y
volví a leer. Tu descripción del repugnante Coppelius es horrible.
Así he sabido la forma cruel en que murió tu anciano y venerable
padre. Mi hermano, a quien remití lo que le pertenecía, intentó
tranquilizarme, sin conseguirlo. El fatal vendedor de barómetros
Giuseppe Coppola me perseguía, y casi me avergüenza confesar que ha
turbado, con terribles imágenes, mi sueño siempre profundo y
tranquilo. Pero de pronto, desde la mañana siguiente, todo me parece
distinto. No estés enfadado conmigo, amor mío, si Lotario te dice
que a pesar de tus funestos presentimientos sobre Coppelius no se
altera mi serenidad en absoluto. Te diré sinceramente lo que pienso.
Las cosas terribles de que hablas tienen su origen dentro de ti
mismo, el mundo exterior y real tiene poco que ver. El viejo
Coppelius sin duda era repelente, pero, como odiaba a los niños,
esto producía en ustedes, niños, verdadero horror hacia él.
El
Hombre de Arena de la niñera se asoció en tu imaginación infantil
al viejo Coppelius quien, sin que te dieras cuenta, permaneció en ti
como un fantasma de tus primeros años. Sus entrevistas nocturnas con
tu padre no tenían otro objeto que realizar experimentos de
alquimia, cosa que afligía a tu madre pues posiblemente costaba
mucho dinero; y aquella ocupación, además de llenar a su esposo de
una engañosa esperanza de sabiduría, lo apartaba del cuidado de su
familia. Tu padre sin duda causó su muerte por imprudencia suya, y
Coppelius no es culpable. ¿Creerías que ayer pregunté a un viejo
vecino boticario si los experimentos químicos podían causar
explosiones mortales? Asintió describiéndome largamente a su manera
cómo se hacían tales cosas, citándome gran número de palabras
extrañas que no he podido retener en mi memoria. Ahora vas a
enfadarte con tu Clara; dices: "en su frío espíritu no entra
ni un solo rayo misterioso de los que tantas veces abrazan al hombre
con sus alas invisibles; ella percibe tan sólo la superficie
coloreada del mundo y se alegra como un niño a la vista de frutas
cuya dorada cáscara esconde un mortal veneno."
¡Ah,
mi bienamado Nataniel! ¿Acaso no piensas que el sentimiento de un
poder enemigo que se agita de manera funesta sobre nuestro ser, no
puede penetrar en las almas sonrientes y serenas? Perdóname si yo,
una simple jovencita, intento expresar lo que siento ante la idea de
una lucha semejante. Quizá no encuentro las palabras adecuadas y tú
te ríes, no de mis pensamientos, sino de mi torpeza para
expresarlos. Si realmente existe un poder oculto que tan
traidoramente hunde sus garras en nuestro interior para cogernos y
arrastrarnos a un camino peligroso que habríamos evitado, si tal
fuerza existe, debe doblegarse ante nosotros mismos, pues sólo así
ganará nuestra confianza y un lugar en nuestro corazón, lugar que
necesita para realizar su obra. Si tenemos la suficiente firmeza, el
valor necesario para reconocer el camino hacia el que deben
conducirnos nuestra vocación y nuestras inclinaciones, para caminar
con paso tranquilo, nuestro enemigo interior perecerá en los vanos
esfuerzos que haga por ilusionarnos. También es cierto, añade
Lotario, que la tenebrosa presencia a la que nos entregamos crea con
frecuencia en nosotros imágenes tan atrayentes que nosotros mismos
producimos el engaño que nos consume. Es el fantasma de nuestro
propio Yo cuya influencia mueve nuestra alma y nos sumerge en el
infierno o nos conduce al cielo. ¡Te das cuenta, querido Nataniel!
Mi hermano y yo hemos hablado de oscuras fuerzas y poderes que a mí,
después de haber escrito, no sin esfuerzo, lo más importante, se me
aparecen sosegadas, profundas. Las últimas palabras de Lotario no
las entiendo del todo bien, sólo intuyo lo que piensa; sin embargo,
me parece rigurosamente cierto. Te lo suplico, aparta de tu
pensamiento al odioso abogado Coppelius y al vendedor de barómetros
Coppola. Convéncete de que esas extrañas figuras no tienen
influencia sobre ti. Sólo la creencia en su poder enemigo las vuelve
enemigas. Si cada línea de tu carta no expresara la profunda
exaltación de tu espíritu, si el estado de tu alma no afligiera mi
corazón, podría bromear sobre tu Hombre de Arena y tu abogado
alquimista. ¡Alégrate! Me he prometido estar a tu lado como un
ángel guardián y arrojar al odioso Coppola de una loca carcajada si
viniera a turbar tu sueño. No le temo en absoluto, ni a él ni a sus
horribles manos que no podrían estropearme las golosinas ni
arrojarme arena a los ojos.
Hasta
siempre, mi bienamado Nataniel, etcétera.
Nataniel
a Lotario
Me
resulta muy penoso el que Clara, por un error que causó mi
negligencia, haya roto el sello de mi carta y la haya leído. Me ha
escrito una epístola llena de una profunda filosofía, según la
cual me demuestra explícitamente que Coppelius y Coppola sólo
existen en mi interior y que se trata de fantasmas de mi Yo que se
verán reducidos a polvo en cuanto los reconozca como tales. Uno
jamás podría imaginar que el espíritu que brilla en sus claros y
estremecedores ojos, como un delicioso sueño, sea tan inteligente y
pueda razonar de una forma tan metódica. Se apoya en tu autoridad.
¡Han hablado de mí los dos juntos! Le has dado un curso de lógica
para que pueda ver las cosas con claridad y razonadamente. ¡Déjalo!
Además, es cierto que el vendedor de barómetros Coppola no es el
viejo abogado Coppelius. Asisto a las clases de un profesor de física
de origen italiano que acaba de llegar a la ciudad, un célebre
naturalista llamado Spalanzani. Conoce a Coppola desde hace muchos
años y, por otra parte, es fácil observar su acento piamontés.
Coppelius era alemán, pero no un alemán honesto. Aun así, no estoy
del todo tranquilo. Tú y Clara pueden seguir considerándome un
sombrío soñador, pero no puedo apartar de mí la impresión que
Coppola y su espantoso rostro causaron en mí. Estoy contento de que
haya abandonado la ciudad, según dice Spalanzani. Este profesor es
un personaje singular, un hombre rechoncho, de pómulos salientes,
nariz puntiaguda y ojos pequeños y penetrantes. Te lo podrías
imaginar mejor que con mi descripción mirando el retrato de
Cagliostro realizado por Chodowiecki y que aparece en cualquier
calendario berlinés; así es Spalanzani. Hace unos días, subiendo a
su apartamento, observé que una cortina que habitualmente cubre una
puerta de cristal estaba un poco separada. Ignoro yo mismo cómo me
encontré mirando a través del cristal. Una mujer alta, muy delgada,
de armoniosa silueta, magníficamente vestida, estaba sentada con sus
manos apoyadas en una mesa pequeña. Estaba situada frente a la
puerta, y de este modo pude contemplar su rostro arrebatador. Pareció
no darse cuenta de que la miraba, y sus ojos estaban fijos, parecían
no ver; era como si durmiera con los ojos abiertos. Me sentí tan mal
que corrí a meterme en el salón de actos que está justo al lado.
Más tarde supe que la persona que había visto era la hija de
Spalanzani, llamada Olimpia, a la que éste guarda con celo, de forma
que nadie puede acercarse a ella. Esta medida debe ocultar algún
misterio, y Olimpia tiene sin duda alguna tara. Pero, ¿por qué te
escribo estas cosas? Podría contártelas personalmente. Debes saber
que dentro de dos semanas estaré con ustedes. Tengo que ver a mi
ángel, a mi Clara. Entonces podrá borrarse la impresión que se
apoderó de mí (lo confieso) al leer su carta tan fatal y razonable.
Por eso no le escribo hoy.
Mil
abrazos, etcétera.
Nadie
podría imaginar algo tan extraño y maravilloso como lo que le
sucedió a mi pobre amigo, el joven estudiante Nataniel, y que voy a
referirte, lector. ¿Acaso no has sentido alguna vez tu interior
lleno de extraños pensamientos? ¿Quién no ha sentido latir su
sangre en las venas y un rojo ardiente en las mejillas? Las miradas
parecen buscar entonces imágenes fantásticas e invisibles en el
espacio y las palabras se exhalan entrecortadas. En vano los amigos
te rodean y te preguntan qué te sucede. Y tú querrías pintar con
sus brillantes colores, sus sombras y sus luces destellantes, las
vaporosas figuras que percibes, y te esfuerzas inútilmente en
encontrar palabras para expresar tu pensamiento. Querrías reproducir
con una sola palabra todo cuanto estas apariciones tienen de
maravilloso, de magnífico, de sombrío horror y de alegría
inaudita, para sacudir a los amigos como con una descarga eléctrica,
pero toda palabra, cada frase, te parece descolorida, glacial, sin
vida. Buscas y rebuscas, y balbuces y murmuras, y las tímidas
preguntas de tus amigos vienen a golpear, como el soplo del viento,
tu ardiente imaginación hasta acabar apagándola. Pero si tú, como
un hábil pintor, trazas un rápido esbozo de tales imágenes
interiores, del mismo modo puedes también animar con poco esfuerzo
los colores y hacerlos cada vez más brillantes, y las diversas
figuras fascinan a los amigos que te ven en medio del mundo que tu
alma ha creado. Debo confesar que, a mí, querido lector, nadie me ha
preguntado por la historia del joven Nataniel; pero tú sabes que yo
pertenezco a esa clase de autores que cuando se encuentra en el
estado de ánimo que acabo de describir se imagina que cuantos lo
rodean, e incluso el mundo entero, le preguntan, "¿qué te
pasa? ¡cuéntanos!" Así, una fuerza poderosa me obliga a
hablarte del fatal destino de Nataniel. Su vida singular me
impresionaba, y por esta razón me atormentaba la idea de comenzar su
historia de una manera significativa, original. "Érase una
vez..." bonito principio, para aburrir a todo el mundo. "En
la pequeña ciudad de S...., vivía..." algo mejor, si se tiene
en cuenta que prepara ya el desenlace. O bien entrar in
medias res: "—¡Váyase al diablo! —exclamó colérico
con los ojos llenos de furia y de espanto el estudiante Nataniel
cuando el vendedor de barómetros Giuseppe Coppola... " Así
había empezado ya a escribir cuando creí ver algo de burla en la
enfurecida mirada de Nataniel, aunque la historia no es en absoluto
divertida. No me vino a la mente ninguna frase que reflejara el
estallido de colores de la imagen que brillaba en mi interior. Decidí
entonces no empezar. Toma, querido lector, las tres cartas que mi
amigo Lotario me invitó a compartir como el esbozo del cuadro que me
esforzaré, en el curso de la narración, en animar cada vez con más
colorido, lo mejor que pueda. Quizá consiga, como un buen
retratista, dar a algún personaje un toque expresivo de manera que
al verlo lo encuentres parecido al original, aun sin conocerlo, y te
parecerá verlo en persona. Quizá creerás, lector, que no hay nada
tan maravilloso y fantástico como la vida real, y que el poeta se
limita a recoger un pálido brillo, como en un espejo sin pulir.
Para
que desde el principio quede claro lo que es necesario saber, hay que
añadir como aclaración a las cartas que, inmediatamente después de
la muerte del padre de Nataniel, Clara y Lotario, hijos de un
pariente lejano también recientemente fallecido, fueron recogidos
por la madre de aquél. Clara y Nataniel sintieron una fuerte
inclinación mutua, contra la que nadie tuvo nada que oponer.
Estaban, pues, prometidos cuando Nataniel abandonó la ciudad para
proseguir sus estudios en G. Aquí se encuentra mientras escribe su
última carta y asiste al curso del célebre profesor de física
Spalanzani.
Ahora
podría continuar mi relato tranquilamente, pero la imagen de Clara
se presenta ante mis ojos tan llena de vida que no puedo apartarla de
mí, como me pasaba siempre que me miraba dulcemente.
No
podía decirse que Clara fuese bella, esto pensaban al menos los
entendidos en belleza. Sin embargo, los arquitectos elogiaban la
pureza de las líneas de su talle; los pintores decían que su nuca,
sus hombros y su seno eran tal vez demasiado castos, pero todos
amaban su maravillosa cabellera que recordaba a la de la Magdalena y
coincidían en el color de su tez, digno de un Battoni. Uno de ellos,
un auténtico extravagante, comparaba sus ojos a un lago de Ruisdael,
donde se reflejan el azul del cielo, el colorido del bosque y las
flores del campo, la vida apacible. Poetas y virtuosos iban más
lejos y decían:
—¡Cómo
hablan de lagos y de espejos! No podemos contemplar a esta muchacha
sin que su mirada haga brotar de nuestra alma cantos y armonías
celestes que nos sobrecogen y nos animan. ¿Acaso no cantamos
nosotros también, y alguna vez hasta creemos leer en la tenue
sonrisa de Clara que es como un cántico, no obstante algunos tonos
disonantes?
Así
era. Clara poseía la imaginación alegre y vivaz de un niño
inocente, un alma de mujer tierna y delicada, y una inteligencia
penetrante y lúcida. Los espíritus ligeros y presuntuosos no tenían
nada que hacer a su lado, pues ella, sin muchas palabras, conforme a
su temperamento silencioso, parecía decirles con su mirada
transparente y su sonrisa irónica: "Queridos amigos, ¿pretenden
que mire sus tristes sombras como auténticas figuras animadas y con
vida?" Por esta razón Clara fue acusada por muchos de ser fría,
prosaica e insensible. Pero otros, que veían la vida con más
claridad, amaban fervorosamente a esta joven y encantadora muchacha;
pero nadie tanto como Nataniel, quien se dedicaba a las ciencias y a
las artes con pasión. Clara le correspondía con toda su alma. Las
primeras nubes de tristeza pasaron por su vida cuando se separó de
ella. ¡Con cuánta alegría se arrojó en sus brazos cuando él, al
volver a su ciudad natal, entró en casa de su madre, como había
anunciado en su última carta a Lotario! Sucedió entonces lo que
Nataniel había imaginado; en el momento en que volvió a ver a Clara
desapareció la imagen del abogado Coppelius y la fatal y razonable
carta de Clara, que tanto lo había contrariado.
Sin
embargo, Nataniel tenía razón cuando escribía a su amigo Lotario
que su encuentro con el repugnante vendedor de barómetros había
ejercido una funesta influencia en su vida. Todos sintieron desde los
primeros días de su estancia que Nataniel había cambiado su forma
de ser. Se hundía en sombrías ensoñaciones y se comportaba de un
modo extraño, no habitual en él. La vida era sólo sueños y
presentimientos; hablaba siempre de cómo los hombres, creyéndose
libres, son sólo juguete de oscuros poderes, y humildemente deben
conformarse con lo que el destino les depara. Aún iba más lejos, y
afirmaba que era una locura creer que el arte y las ciencias pueden
ser creados a nuestro antojo, puesto que la exaltación necesaria
para crear no proviene de nuestro interior sino de una fuerza
exterior de la que no somos dueños.
Clara
no estaba de acuerdo con esos delirios místicos pero era inútil
refutarlos. Sólo cuando Nataniel afirmaba que Coppelius era el
principio maligno que se había apoderado de él en el momento en que
se escondió tras la cortina para observarlo, y que aquel demonio
enemigo turbaría su dichoso amor, Clara decía seriamente:
—Sí,
Nataniel, tienes razón, Coppelius es un principio maligno y enemigo,
puede actuar de forma espantosa, como una fuerza diabólica que se
introduce visiblemente en tu vida, pero sólo si no lo destierras de
tu pensamiento y de tu alma. Mientras tú creas en él, existirá; su
poder está en tu credulidad.
Nataniel,
irritado al ver que Clara sólo admitía la existencia del demonio en
su interior, quiso probársela por medio de doctrinas místicas de
demonios y fuerzas oscuras, pero Clara interrumpió la discusión con
una frase indiferente, con gran disgusto de Nataniel. Pensó entonces
que las almas frías encerraban estos profundos misterios sin
saberlo, y que Clara pertenecía a esta naturaleza secundaria, por lo
cual decidió hacer todo lo posible para iniciarla en tales secretos.
Al día siguiente, mientras Clara preparaba el desayuno, fue a su
lado y empezó a leer diversos pasajes de libros místicos, hasta que
Clara dijo:
—Pero,
mi querido Nataniel, ¿y si yo te considerase a ti como el principio
diabólico que actúa contra mi café? Porque, si me pasara el día
escuchándote mientras lees y mirándote a los ojos como tú quieres,
el café herviría en el fuego y no desayunaríais ninguno.
Nataniel
cerró el libro de golpe y se dirigió malhumorado a su habitación.
En otro tiempo había escrito cuentos agradables y animados que Clara
escuchaba con indescriptible placer, pero ahora sus composiciones
eran sombrías, incomprensibles, vagas, y podía sentir en el
indulgente silencio de Clara que no eran de su gusto. Nada era peor
para Clara que el aburrimiento; su mirada y sus palabras dejaban ver
que el sueño se apoderaba de ella. Las obras de Nataniel eran de
hecho muy aburridas. Su disgusto por el frío y prosaico carácter de
Clara fue en aumento, y Clara no podía vencer el mal humor que le
producía el sombrío y aburrido misticismo de Nataniel; y así, sus
almas se fueron alejando una de otra, sin que se dieran cuenta.
La
imagen del odioso Coppelius, como el mismo Nataniel podía reconocer,
cada vez era más pálida en su fantasía, y hasta le costaba a
menudo un esfuerzo darle vida y color en sus poemas, donde aparecía
como un horrible espantajo del destino. Finalmente, el atormentado
presentimiento de que Coppelius destruiría su amor le inspiró el
tema de una de sus composiciones. Se describía a él mismo y a Clara
unidos por un amor fiel, pero de vez en cuando una mano amenazadora
aparecía en su vida y les arrebataba la alegría. Cuando por fin se
encontraban ante el altar aparecía el horrible Coppelius que tocaba
los maravillosos ojos de Clara; éstos saltaban al pecho de Nataniel
como chispas sangrientas encendidas y ardientes, luego Coppelius se
apoderaba de él, lo arrojaba a un círculo de fuego que giraba con
la velocidad de la tormenta y lo arrastraba en medio de sordos
bramidos, de un rugido como cuando el huracán azota la espuma de las
olas en el mar, que se alzan, como negros gigantes de cabeza blanca,
en furiosa lucha. En medio de aquel salvaje bramido oyó la voz de
Clara:
—¿No
puedes mirarme? Coppelius te ha engañado, no eran mis ojos los que
ardían en tu pecho, eran ardientes gotas de sangre de tu propio
corazón... yo tengo mis ojos, ¡mírame!
Nataniel
piensa: "Es Clara, y yo soy eternamente suyo". Es como si
dominase el círculo de fuego donde se encuentra, y el sordo
estruendo desaparece en un negro abismo. Nataniel mira los ojos de
Clara, pero es la muerte la que lo contempla amigablemente con los
ojos de Clara.
Mientras
Nataniel escribía este poema estaba muy tranquilo y reflexivo,
limaba y perfeccionaba cada línea, y volcado por completo en la
rima, no descansaba hasta conseguir que todo fuera puro y armonioso.
Cuando terminó y leyó el poema en voz alta, el horror se apoderó
de él y exclamó espantado:
—¿De
quién es esa horrible voz?
Enseguida
le pareció, sin embargo, que había escrito un poema excelente, y
que podría inflamar el frío ánimo de Clara, sin darse cuenta de
que así conseguiría sobresaltarla con terribles imágenes que
presagiaban un destino fatal que destruiría su amor.
Nataniel
y Clara se hallaban sentados en el pequeño jardín de su madre.
Clara estaba muy alegre porque Nataniel, desde hacía tres días
durante los cuales había trabajado en el poema, no la había
atormentado con sus sueños y presentimientos. También Nataniel
hablaba con entusiasmo y alegría de cosas divertidas, de modo que
Clara dijo:
—Ahora
vuelvo a tenerte, ¿ves cómo hemos desterrado al odioso Coppelius?
Nataniel
entonces se acordó de que llevaba el poema en el bolsillo y de que
deseaba leérselo. Sacó las hojas y comenzó su lectura.
Clara,
esperando algo aburrido como de costumbre, y resignándose, empezó a
hacer punto. Pero, del mismo modo que se van levantando los negros y
cada vez más sombríos nubarrones, dejó caer su labor y miró
fijamente a Nataniel a los ojos. Éste seguía su lectura fascinado,
con las mejillas encendidas y los ojos llenos de lágrimas. Cuando
terminó suspiró profundamente abatido, cogió la mano de Clara y
sollozando exclamó desconsolado:
—¡Ah,
Clara, Clara! —Clara lo estrechó contra su pecho y le dijo
dulcemente pero seria:
—Nataniel,
querido Nataniel, ¡arroja al fuego esa loca y absurda historia!
Nataniel
se levantó indignado y exclamó apartándose de Clara:
—Eres
un autómata inanimado y maldito —y se alejó corriendo.
Clara
se echó a llorar amargamente, y decía entre sollozos:
—Nunca
me ha amado, pues no me comprende.
Lotario
apareció en el cenador y Clara tuvo que contarle lo que había
sucedido; como amaba a su hermana con toda su alma, cada una de sus
quejas caía como una chispa en su interior de tal modo que el
disgusto que llevaba en su corazón desde hacía tiempo contra el
visionario Nataniel se transformó en una cólera terrible. Corrió
tras él y le reprochó con tan duras palabras su loca conducta para
con su querida hermana, que el fogoso Nataniel contestó de igual
manera. Los insultos de fatuo, insensato y loco, fueron contestados
por los de desgraciado y vulgar. El duelo era inevitable. Decidieron
batirse a la mañana siguiente detrás del jardín y conforme a las
reglas académicas, con afilados floretes. Se separaron sombríos y
silenciosos. Clara había oído la violenta discusión, y al ver que
el padrino traía los floretes al atardecer, presintió lo que iba a
ocurrir.
Llegados
al lugar del desafío se quitaron las levitas en medio de un hondo
silencio, e iban a abalanzarse uno sobre otro con los ojos
relampagueantes de ardor sangriento cuando apareció Clara en la
puerta del jardín. Separándolos, exclamó entre sollozos:
—¡Locos,
salvajes, tendrán que matarme a mí antes que uno de ustedes caiga!
¿Cómo podría seguir viviendo en este mundo si mi amado matara a mi
hermano o mi hermano a mi amado?
Lotario
dejó caer el arma y bajó los ojos en silencio; pero Nataniel sintió
renacer dentro de sí toda la fuerza de su amor hacia Clara de la
misma manera que lo había sentido en los hermosos días de la
juventud. El arma homicida cayó de sus manos y se arrojó a los pies
de Clara diciendo:
—¿Podrás
perdonarme alguna vez tú, mi querida Clara, mi único amor? ¿Podrás
perdonarme, querido hermano Lotario?
Lotario
se conmovió al ver el profundo dolor de su amigo. Derramando
abundantes lágrimas se abrazaron los tres y se juraron permanecer
unidos por el amor y la fidelidad.
A
Nataniel le pareció haberse librado de una pesada carga que lo
oprimía, como si se hubiera liberado de un oscuro poder que
amenazaba todo su ser. Permaneció aún durante tres felices días
junto a sus bienamados hasta que regresó a G., donde debía
permanecer un año más antes de volver para siempre a su ciudad
natal.
A
la madre de Nataniel se le ocultó todo lo referente a Coppelius,
pues sabían que no podía pensar sin horror en aquel hombre a quien,
al igual que Nataniel, culpaba de la muerte de su esposo.
¡Cuál
no sería la sorpresa de Nataniel cuando, al llegar a su casa en G.,
vio que ésta había ardido entera, y que sólo quedaban de ella los
muros y un montón de escombros! El fuego había comenzado en el
laboratorio del químico, situado en el piso bajo. Varios amigos que
vivían cerca de la casa incendiada habían conseguido entrar
valientemente en la habitación de Nataniel, situada en el último
piso, y salvar sus libros, manuscritos e instrumentos, que
trasladaron a otra casa donde alquilaron una habitación en la que
Nataniel se instaló. No se dio cuenta al principio de que el
profesor Spalanzani vivía enfrente, y no llamó especialmente su
atención observar que desde su ventana podía ver el interior de la
habitación donde Olimpia estaba sentada a solas. Podía reconocer su
silueta claramente, aunque los rasgos de su cara continuaban
borrosos. Pero acabó por extrañarse de que Olimpia permaneciera en
la misma posición, igual que la había descubierto la primera vez a
través de la puerta de cristal, sin ninguna ocupación, sentada
junto a la mesita, con la mirada fija, invariablemente dirigida hacia
él; tuvo que confesarse que no había visto nunca una belleza como
la suya, pero la imagen de Clara seguía instalada en su corazón, y
la inmóvil Olimpia le fue indiferente, y sólo de vez en cuando
dirigía una mirada furtiva por encima de su libro hacia la hermosa
estatua, eso era todo. Un día estaba escribiendo a Clara cuando
llamaron suavemente a la puerta. Al abrirla, vio el repugnante rostro
de Coppola. Nataniel se estremeció; pero recordando lo que
Spalanzani le había dicho de su compatriota Coppola y lo que le
había prometido a su amada en relación con el Hombre de Arena, se
avergonzó de su miedo infantil y reunió todas sus fuerzas para
decir con la mayor tranquilidad posible:
—No
compro barómetros, amigo, así que ¡váyase!
Pero
Coppola, entrando en la habitación, le dijo con voz ronca, mientras
su boca se contraía en una odiosa sonrisa y sus pequeños ojos
brillaban bajo unas largas pestañas grises:
—¡Eh,
no barómetros, no barómetros! ¡También tengo bellos ojos...,
bellos ojos!
Nataniel,
espantado, exclamó:
—¡Maldito
loco! ¡Cómo puedes tú tener ojos! ¡Ojos!... ¡Ojos!...
Al
instante puso Coppola a un lado los barómetros y empezó a sacar del
inmenso bolsillo de su levita lentes y gafas que iba dejando sobre la
mesa.
—Gafas
para poner sobre la nariz. Ésos son mis ojos, ¡bellos ojos! —y,
mientras hablaba, seguía sacando más y más gafas, tantas que
empezaron a brillar y a lanzar destellos sobre la mesa.
Miles
de ojos centelleaban y miraban fijamente a Nataniel, pero él no
podía apartar su mirada de la mesa, y Coppola continuaba sacando
cada vez más gafas y cada vez eran más terribles las encendidas
miradas que disparaban sus rayos sangrientos en el pecho de Nataniel.
Éste,
sobrecogido de terror, gritó:
—¡Detente,
hombre maldito! —cogiéndolo del brazo en el momento en que Coppola
hundía de nuevo su mano en el bolsillo para sacar más lentes, por
más que la mesa estuviera ya cubierta de ellas.
Coppola
se separó de él suavemente con una sonrisa forzada, diciendo:
—¡Ah,
no son para usted, pero aquí tengo bellos prismáticos! —y
recogiendo los lentes empezó a sacar del inmenso bolsillo
prismáticos de todos los tamaños.
En
cuanto todas las gafas estuvieron guardadas Nataniel se tranquilizó,
y acordándose de Clara se dio cuenta de que el horrible fantasma
sólo estaba en su interior, ya que Coppola era un gran mecánico y
óptico, y en modo alguno el doble del maldito Coppelius. Por otra
parte, las lentes que Coppola había extendido sobre la mesa no
tenían nada de particular, y menos de fantasmagórico, por lo que
Nataniel decidió, para reparar su extraño comportamiento, comprarle
alguna cosa. Escogió unos pequeños prismáticos muy bien
trabajados, y, para probarlos, miró a través de la ventana. Nunca
en su vida había utilizado unos prismáticos con los que pudieran
verse los objetos con tanta claridad y pureza. Involuntariamente miró
hacia la estancia de Spalanzani. Olimpia estaba sentada, como de
costumbre, ante la mesita, con los brazos apoyados y las manos
cruzadas. Por primera vez podía Nataniel contemplar la belleza de su
rostro. Sólo los ojos le parecieron algo fijos, muertos. Sin
embargo, a medida que miraba más y más a través de los prismáticos
le parecía que los ojos de Olimpia irradiaban húmedos rayos de
luna. Creyó que ella veía por primera vez y que sus miradas eran
cada vez más vivas y brillantes. Nataniel permanecía como hechizado
junto a la ventana, absorto en la contemplación de la belleza
celestial de Olimpia...
Un
ligero carraspeo lo despertó como de un profundo sueño. Coppola
estaba detrás de él:
—Tre
Zechini.
Tres ducados.
Nataniel,
que había olvidado al óptico por completo, se apresuró a pagarle:
—¿No
es verdad? ¡Buenos prismáticos, buenos prismáticos! —decía
Coppola con su repugnante voz y su odiosa sonrisa.
—Sí,
sí —respondió Nataniel contrariado—. Adiós, querido amigo.
Coppola
abandonó la habitación, no sin antes lanzar una mirada de reojo
sobre Nataniel, que lo oyó reír a carcajadas al bajar la escalera.
—Sin
duda —pensó Nataniel— se ríe de mí porque he pagado los
prismáticos más caros de lo que valen.
Mientras
decía estas palabras en voz baja le pareció oír en la habitación
un profundo suspiro que le hizo contener la respiración sobrecogido
de espanto. Se dio cuenta de que era él mismo quien había suspirado
así. "Clara tenía razón —se dijo a sí mismo— al
considerarme un visionario, pero lo absurdo, más que absurdo, es que
la idea de haber pagado a Coppola los prismáticos más caros de lo
que valen me produzca tal terror, y no encuentro cuál puede ser el
motivo."
Se
sentó de nuevo para terminar la carta a Clara, pero una mirada hacia
la ventana le hizo ver que Olimpia aún estaba allí sentada, y al
instante, empujado por una fuerza irresistible, cogió los
prismáticos de Coppola y ya no pudo apartarse de la seductora mirada
de Olimpia hasta que vino a buscarlo su amigo Segismundo para asistir
a clase del profesor Spalanzani.
A
partir de aquel día la cortina de la puerta de cristal estuvo
totalmente echada, por lo que no pudo ver a Olimpia, y los dos días
siguientes tampoco la encontró en la habitación, si bien apenas se
apartó de la ventana mirando a través de los prismáticos. Al
tercer día estaba la ventana cerrada. Lleno de desesperación y
poseído de delirio y ardiente deseo, salió de la ciudad. La imagen
de Olimpia flotaba ante él en el aire, aparecía en cada arbusto y
lo miraba con ojos radiantes desde el claro riachuelo. El recuerdo de
Clara se había borrado, sólo pensaba en Olimpia y gemía y
sollozaba:
—Estrella
de mi amor, ¿por qué te has alzado para desaparecer súbitamente y
dejarme en una noche oscura y desesperada?
Cuando
Nataniel volvió a su casa observó una gran agitación en la de
Spalanzani. Las puertas estaban abiertas, y unos hombres metían
muebles; las ventanas del primer piso estaban abiertas también, y
unas atareadas criadas iban y venían mientras carpinteros y
tapiceros daban golpes y martilleaban por toda la casa.
Nataniel,
asombrado, se detuvo en mitad de la calle. Segismundo se le acercó
sonriente y le dijo:
—¿Qué
me dices de nuestro viejo amigo Spalanzani?
Nataniel
aseguró que no podía decir nada, puesto que nada sabía de él, y
que le sorprendía bastante que aquella casa silenciosa y sombría se
viera envuelta en tan gran tumulto y actividad. Segismundo le dijo
entonces que al día siguiente daba Spalanzani una gran fiesta con
concierto y baile a la que estaba invitada media universidad. Se
rumoreaba que Spalanzani iba a presentar por primera vez a su hija
Olimpia, que hasta entonces había mantenido oculta, con extremo
cuidado, a las miradas de todos. Nataniel encontró una invitación,
y, con el corazón palpitante, se encaminó a la hora fijada a casa
del profesor, cuando empezaban a llegar los carruajes y resplandecían
las luces de los adornados salones. La reunión era numerosa y
brillante. Olimpia apareció ricamente vestida, con un gusto
exquisito. Todos admiraron la perfección de su rostro y de su talle.
La ligera inclinación de sus hombros parecía estar causada por la
oprimida esbeltez de su cintura de avispa. Su forma de andar tenía
algo de medido y de rígido. Causó mala impresión a muchos, y fue
atribuida a la turbación que le causaba tanta gente.
El
concierto empezó. Olimpia tocaba el piano con una habilidad extrema,
e interpretó un aria con voz tan clara y penetrante que parecía el
sonido de una campana de cristal. Nataniel estaba fascinado; se
encontraba en una de las últimas filas y el resplandor de los
candelabros le impedía apreciar los rasgos de Olimpia. Sin ser
visto, sacó los lentes de Coppola y miró a la hermosa Olimpia.
¡Ah!... entonces sintió las miradas anhelantes que ella le dirigía,
y que a cada nota le acompañaba una mirada de amor que lo atravesaba
ardientemente. Las brillantes notas le parecían a Nataniel el
lamento celestial de un corazón enamorado, y cuando finalmente la
cadencia del largo trino resonó en la sala, le pareció que un brazo
ardiente lo ceñía; extasiado, no pudo contenerse y exclamó en voz
alta:
—¡Olimpia!
Todos
los ojos se volvieron hacia él. Algunos rieron. El organista de la
catedral adoptó un aire sombrío y dijo simplemente:
—Bueno,
bueno.
El
concierto había terminado y el baile comenzó. "¡Bailar con
ella..., bailar con ella!", era ahora su máximo deseo, su
máxima aspiración, pero ¿cómo tener el valor de invitarla a ella,
la reina de la fiesta?
Sin
saber ni él mismo cómo, se encontró junto a Olimpia, a quien nadie
había sacado aún; cuando comenzaba el baile, y después de intentar
balbucir algunas palabras, tomó su mano. La mano de Olimpia estaba
helada y él se sintió atravesado por un frío mortal. La miró
fijamente a los ojos, que irradiaban amor y deseo, y al instante le
pareció que el pulso empezaba a latir en su fría mano y que una
sangre ardiente corría por sus venas. También Nataniel sentía en
su interior una ardorosa voluptuosidad. Rodeó la cintura de la
hermosa Olimpia y cruzó con ella la multitud de invitados.
Creía
haber bailado acompasadamente, pero la rítmica regularidad con que
Olimpia bailaba y que algunas veces lo obligaba a detenerse, le hizo
observar enseguida que no seguía los compases. No quiso bailar con
ninguna otra mujer, y hubiera matado a cualquiera que se hubiese
acercado a Olimpia para solicitar un baile. Si Nataniel hubiera sido
capaz de ver algo más que a Olimpia, no habría podido evitar alguna
pelea, pues murmullos burlones y risas apenas sofocadas se escapaban
de entre los grupos de jóvenes, cuyas curiosas miradas se dirigían
a Olimpia sin que se pudiera saber por qué.
Excitado
por la danza y por el vino, había perdido su natural timidez.
Sentado junto a Olimpia y con su mano entre las suyas, le hablaba de
su amor exaltado e inspirado con palabras que nadie, ni él ni
Olimpia, habría podido comprender. O quizá Olimpia sí, pues lo
miraba fijamente a los ojos y de vez en cuando suspiraba:
—¡Ah...,
ah..., ah...!
A
lo que Nataniel respondía:
—¡Oh,
mujer celestial, divina criatura, luz que se nos promete en la otra
vida, alma profunda donde todo mi ser se mira...! —y cosas
parecidas.
Pero
Olimpia suspiraba y contestaba sólo:
—¡Ah...,
ah...!
El
profesor Spalanzani pasó varias veces junto a los felices enamorados
y les sonrió con satisfacción.
Aunque
Nataniel se encontraba en un mundo distinto, le pareció como si de
pronto oscureciera en casa del profesor Spalanzani. Miró a su
alrededor y observó espantado que las dos últimas velas se
consumían y estaban a punto de apagarse. Hacía tiempo que el baile
y la música habían cesado.
—¡Separarnos,
separarnos! —exclamó furioso y desesperado Nataniel. Besó la mano
de Olimpia y se inclinó sobre su boca; sus labios ardientes se
encontraron con los suyos helados. Se estremeció como cuando tocó
por primera vez la fría mano de Olimpia, y la leyenda de la novia
muerta le vino de pronto a la memoria; pero al abrazar y besar a
Olimpia sus labios parecían cobrar el calor de la vida.
El
profesor Spalanzani atravesó lentamente la sala vacía, sus pasos
resonaban huecos y su figura, rodeada de sombras vacilantes, ofrecía
un aspecto fantasmagórico.
—¿Me
amas? ¿Me amas, Olimpia? ¡Sólo una palabra! —murmuraba Nataniel.
Pero
Olimpia, levantándose, suspiró sólo:
—¡Ah...,
ah...,!
—¡Sí,
amada estrella de mi amor! —dijo Nataniel—, ¡tú eres la luz que
alumbrará mi alma para siempre!
—¡Ah...,
ah...! —replicó Olimpia alejándose.
Nataniel
la siguió, y se detuvieron delante del profesor.
—Ya
veo que lo ha pasado muy bien con mi hija —dijo éste sonriendo—:
así que, si le complace conversar con esta tímida muchacha, su
visita será bien recibida.
Nataniel
se marchó llevando el cielo en su corazón.
Al
día siguiente la fiesta de Spalanzani fue el centro de las
conversaciones. A pesar de que el profesor había hecho todo lo
posible para que la reunión resultara espléndida, hubo numerosas
críticas y se dirigieron especialmente contra la muda y rígida
Olimpia, a la que, a pesar de su belleza, consideraron completamente
estúpida; se pensó que ésta era la causa por la que Spalanzani la
había mantenido tanto tiempo oculta. Nataniel escuchaba estas cosas
con rabia, pero callaba; pues pensaba que aquellos miserables no
merecían que se les demostrara que era su propia estupidez la que
les impedía conocer la belleza del alma de Olimpia.
—Dime,
por favor, amigo —le dijo un día Segismundo—, dime, ¿cómo es
posible que una persona sensata como tú se haya enamorado del rostro
de cera de una muñeca?
Nataniel
iba a responder encolerizado, pero se tranquilizó y contestó:
—Dime,
Segismundo, ¿cómo es posible que los encantos celestiales de
Olimpia hayan pasado inadvertidos a tus clarividentes ojos? Pero
agradezco al destino el no tenerte como rival, pues uno de los dos
habría tenido que morir a manos del otro.
Segismundo
se dio cuenta del estado de su amigo y desvió la conversación
diciendo que en amor era muy difícil juzgar, para luego añadir:
—Es
muy extraño que la mayoría de nosotros haya juzgado a Olimpia del
mismo modo. Nos ha parecido —no te enfades, amigo— algo rígida y
sin alma. Su talle es proporcionado, al igual que su rostro, es
cierto. Podría parecer bella si su mirada no careciera de rayos de
vida, quiero decir, de visión. Su paso es extrañamente rítmico, y
cada uno de sus movimientos parece provocado por un mecanismo. Su
canto, su interpretación musical tiene ese ritmo regular e incómodo
que recuerda el funcionamiento de una máquina, y pasa lo mismo
cuando baila. Olimpia nos resulta muy inquietante, no queremos tener
nada que ver con ella, porque nos parece que se comporta como un ser
viviente pero que pertenece a una naturaleza distinta.
Nataniel
no quiso abandonarse a la amargura que provocaron en él las palabras
de Segismundo. Hizo un esfuerzo para contenerse y respondió
simplemente muy serio:
—Para
ustedes, almas prosaicas y frías, Olimpia resulta inquietante. Sólo
al espíritu de un poeta se le revela una personalidad que le es
semejante. Sólo a mí se han dirigido su mirada de amor y sus
pensamientos, sólo en el amor de Olimpia he vuelto a encontrarme a
mí mismo. A ustedes no les parece bien que Olimpia no participe en
conversaciones vulgares, como hacen las gentes superficiales. Habla
poco, es verdad, pero esas pocas palabras son para mí como
jeroglíficos de un mundo interior lleno de amor y de conocimientos
de la vida espiritual en la contemplación de la eternidad. Ya sé
que esto para ustedes no tiene ningún sentido, y es en vano hablar
de ello.
—¡Que
Dios te proteja, hermano! —dijo Segismundo dulcemente, de un modo
casi doloroso—, pero pienso que vas por mal camino. Puedes contar
conmigo si todo... no, no quiero decir nada más.
Nataniel
comprendió de pronto que el frío y prosaico Segismundo acababa de
demostrarle su lealtad y estrechó de corazón la mano que le tendía.
Había
olvidado por completo que existía una Clara en el mundo a la que él
había amado; su madre, Lotario, todos habían desaparecido de su
memoria. Vivía solamente para Olimpia, junto a quien permanecía
cada día largas horas hablándole de su amor, de la simpatía de las
almas y de las afinidades psíquicas, todo lo cual Olimpia escuchaba
con gran atención.
Nataniel
sacó de los lugares más recónditos de su escritorio todo lo que
había escrito, poesías, fantasías, visiones, novelas, cuentos, y
todo esto se vio aumentado con toda clase de disparatados sonetos,
estrofas, canciones que leía a Olimpia durante horas sin cansarse.
Jamás había tenido una oyente tan admirable. No cosía ni
tricotaba, no miraba por la ventana, no daba de comer a ningún
pájaro ni jugaba con ningún perrito, ni con su gato favorito, ni
recortaba papeles o cosas parecidas, ni tenía que ocultar un bostezo
con una tos forzada; en una palabra, permanecía horas enteras con
los ojos fijos en él, inmóvil, y su mirada era cada vez más
brillante y animada. Sólo cuando Nataniel, al terminar, cogía su
mano para besarla, decía:
—¡Ah!
¡ah! —y luego— buenas noches, mi amor.
—¡Alma
sensible y profunda! —exclamaba Nataniel en su habitación—:
¡Sólo tú me comprendes!
Se
estremecía de felicidad al pensar en las afinidades intelectuales
que existían entre ellos y que aumentaban cada día; le parecía oír
la voz de Olimpia en su interior, que ella hablaba en sus obras.
Debía ser así, pues Olimpia nunca pronunció otras palabras que las
ya citadas. Pero cuando Nataniel se acordaba en los momentos de
lucidez, de la pasividad y del mutismo de Olimpia (por ejemplo,
cuando se levantaba por las mañanas y en ayunas) se decía:
—¿Qué
son las palabras? ¡Palabras! La mirada celestial de sus ojos dice
más que todas las lenguas. ¿Puede acaso una criatura del Cielo
encerrarse en el círculo estrecho de nuestra forma de expresarnos?
El
profesor Spalanzani parecía mirar con mucho agrado las relaciones de
su hija con Nataniel, prodigándole a éste todo tipo de atenciones,
de modo que cuando se atrevió a insinuar un matrimonio con Olimpia,
el profesor, con gran sonrisa, dijo que dejaría a su hija elegir
libremente.
Animado
por estas palabras y con el corazón ardiente de deseos, Nataniel
decidió pedirle a Olimpia al día siguiente que le dijera con
palabras lo que sus miradas le daban a entender desde hacía tiempo:
que sería suya para siempre. Buscó el anillo que su madre le diera
al despedirse, para ofrecérselo a Olimpia como símbolo de unión
eterna. Las cartas de Clara y de Lotario cayeron en sus manos; las
apartó con indiferencia. Encontró el anillo y, poniéndoselo en el
dedo, corrió de nuevo junto a Olimpia. Al subir las escaleras, y
cuando se encontraba ya en el vestíbulo, oyó un gran estrépito que
parecía venir del estudio de Spalanzani. Pasos, crujidos, golpes
contra la puerta, mezclados con maldiciones y juramentos:
—¡Suelta!
¡Suelta de una vez!
—¡Infame!
—¡Miserable!
—¿Para
esto he sacrificado mi vida? ¡Éste no era el trato!
—¡Yo
hice los ojos!
—¡Y
yo los engranajes!
—¡Maldito
perro relojero!
—¡Largo
de aquí, Satanás!
—¡Fuera
de aquí, bestia infernal!
Eran
las voces de Spalanzani y del horrible Coppelius que se mezclaban y
retumbaban juntas. Nataniel, sobrecogido de espanto, se precipitó en
la habitación. El profesor sujetaba un cuerpo de mujer por los
hombros, y el italiano Coppola tiraba de los pies, luchando con furia
para apoderarse de él. Nataniel retrocedió horrorizado al reconocer
el rostro de Olimpia; lleno de cólera, quiso arrancar a su amada de
aquellos salvajes. Pero al instante Coppola, con la fuerza de un
gigante, consiguió hacerse con ella descargando al mismo tiempo un
tremendo golpe sobre el profesor, que fue a caer sobre una mesa llena
de frascos, cilindros y alambiques, que se rompieron en mil pedazos.
Coppola se echó el cuerpo a la espalda y bajó rápidamente las
escaleras profiriendo una horrible carcajada; los pies de Olimpia
golpeaban con un sonido de madera en los escalones.
Nataniel
permaneció inmóvil. Había visto que el pálido rostro de cera de
Olimpia no tenía ojos, y que en su lugar había unas negras
cavidades: era una muñeca sin vida.
Spalanzani
yacía en el suelo en medio de cristales rotos que lo habían herido
en la cabeza, en el pecho y en un brazo, y sangraba abundantemente.
Reuniendo fuerzas dijo:
—¡Corre
tras él! ¡Corre! ¿A qué esperas? ¡Coppelius me ha robado mi
mejor autómata! ¡Veinte años de trabajo! ¡He sacrificado mi vida!
Los engranajes, la voz, el paso, eran míos; los ojos, te he robado
los ojos, maldito, ¡corre tras él! ¡Devuélveme a mi Olimpia!
¡Aquí tienes los ojos!
Entonces
vio Nataniel en el suelo un par de ojos sangrientos que lo miraban
fijamente. Spalanzani los recogió y se los lanzó al pecho. El
delirio se apoderó de él y, confundidos sus sentidos y su
pensamiento, decía:
—¡Huy...
Huy...! ¡Círculo de fuego! ¡Círculo de fuego! ¡Gira, círculo de
fuego! ¡Linda muñequita de madera, gira! ¡Qué divertido...!
Y
precipitándose sobre el profesor lo agarró del cuello. Lo hubiera
estrangulado, pero el ruido atrajo a algunas personas que derribaron
y luego ataron al colérico Nataniel, salvando así al profesor.
Segismundo, aunque era muy fuerte, apenas podía sujetar a su amigo,
que seguía gritando con voz terrible:
—Gira,
muñequita de madera —pegando puñetazos a su alrededor. Finalmente
consiguieron dominarlo entre varios. Sus palabras seguían oyéndose
como un rugido salvaje, y así, en su delirio, fue conducido al
manicomio.
Antes
de continuar, ¡oh amable lector!, con la historia del desdichado
Nataniel, puedo decirte, ya que te interesarás por el mecánico y
fabricante de autómatas Spalanzani, que se restableció
completamente de sus heridas. Se vio obligado a abandonar la
universidad porque la historia de Nataniel había producido una gran
sensación y en todas partes se consideró intolerable el hecho de
haber presentado en los círculos de té —donde había tenido
cierto éxito— a una muñeca de madera. Los juristas encontraban el
engaño tanto más punible cuanto que se había dirigido contra el
público y con tanta astucia que nadie (salvo algunos estudiantes muy
inteligentes) había sospechado nada, aunque ahora todos decían
haber concebido sospechas al respecto. Para algunos, entre ellos un
elegante asiduo a las tertulias de té, resultaba sospechoso el que
Olimpia estornudase con más frecuencia que bostezaba, lo cual iba
contra todas las reglas. Aquello era debido, según el elegante, al
mecanismo interior que crujía de una manera distinta, etcétera. El
profesor de poesía y elocuencia tomó un poco de rapé y dijo
alegremente:
—Honorables
damas y caballeros, no se dan cuenta de cuál es el quid del
asunto. Todo ha sido una alegoría, una metáfora continuada.
¿Comprenden? ¡Sapienti
sat!
Pero
muchas personas honorables no se contentaron con aquella explicación;
la historia del autómata los había impresionado profundamente y se
extendió entre ellos una terrible desconfianza hacia las figuras
humanas. Muchos enamorados, para convencerse de que su amada no era
una muñeca de madera, obligaban a ésta a bailar y a cantar sin
seguir los compases, a tricotar o a coser mientras les escuchaban en
la lectura, a jugar con el perrito... etc., y, sobre todo, a no
limitarse a escuchar, sino que también debía hablar, de modo que se
apreciase su sensibilidad y su pensamiento. En algunos casos, los
lazos amorosos se estrecharon más; en otros, esto fue causa de
numerosas rupturas.
—Así
no podemos seguir, decían todos.
Ahora
en las reuniones de té se bostezaba de forma increíble y no se
estornudaba nunca para evitar sospechas.
Como
ya hemos dicho, Spalanzani tuvo que huir para evitar una
investigación criminal por haber engañado a la sociedad con un
autómata. Coppola también desapareció.
Nataniel
se despertó un día como de un sueño penoso y profundo, abrió los
ojos, y un sentimiento de infinito bienestar y de calor celestial lo
invadió. Se hallaba acostado en su habitación, en la casa paterna.
Clara estaba inclinada sobre él y, a su lado, su madre y Lotario.
—¡Por
fin, por fin, querido Nataniel! ¡Te has curado de una grave
enfermedad! ¡Otra vez eres mío!
Así
hablaba Clara, llena de ternura, abrazando a Nataniel que murmuró
entre lágrimas:
—¡Clara,
mi Clara!
Segismundo,
que no había abandonado a su amigo, entró en la habitación.
Nataniel le estrechó la mano:
—Hermano,
no me has abandonado.
Todo
rastro de locura había desaparecido, y muy pronto los cuidados de su
madre, de su amada y de los amigos le devolvieron las fuerzas. La
felicidad volvió a aquella casa, pues un viejo tío, de quien nadie
se acordaba, acababa de morir y había dejado a la madre en herencia
una extensa propiedad cerca de la ciudad. Toda la familia se proponía
ir allí, la madre, Lotario, y Nataniel y Clara, quienes iban a
contraer matrimonio.
Nataniel
estaba más amable que nunca. Había recobrado la ingenuidad de su
niñez y apreciaba el alma pura y celestial de Clara. Nadie le
recordaba el pasado ni en el más mínimo detalle. Sólo cuando
Segismundo fue a despedirse de él le dijo:
—Bien
sabe Dios, hermano, que estaba en el mal camino, pero un ángel me ha
conducido a tiempo al sendero de la luz. Ese ángel ha sido Clara.
Segismundo
no le permitió seguir hablando, temiendo que se hundiera en
dolorosos pensamientos.
Llegó
el momento en que los cuatro, felices, iban a dirigirse hacia su casa
de campo. Durante el día hicieron compras en el centro de la ciudad.
La alta torre del ayuntamiento proyectaba su sombra gigantesca sobre
el mercado.
—¡Vamos
a subir a la torre para contemplar las montañas! —dijo Clara.
Dicho
y hecho; Nataniel y Clara subieron a la torre, la madre volvió a
casa con la criada, y Lotario, que no tenía ganas de subir tantos
escalones, prefirió esperar abajo. Enseguida se encontraron los dos
enamorados, cogidos del brazo, en la más alta galería de la torre
contemplando la espesura de los bosques, detrás de los cuales se
elevaba la cordillera azul, como una ciudad de gigantes.
—¿Ves
aquellos arbustos que parecen venir hacia nosotros? —preguntó
Clara. Nataniel buscó instintivamente en su bolsillo y sacó los
prismáticos de Coppola. Al llevárselos a los ojos vio la imagen de
Clara ante él. Su pulso empezó a latir con violencia en sus venas;
pálido como la muerte, miró fijamente a Clara. Sus ojos lanzaban
chispas y empezó a rugir como un animal salvaje; luego empezó a dar
saltos mientras decía riéndose a carcajadas:
—¡Gira
muñequita de madera, gira! —y, cogiendo a Clara, quiso
precipitarla desde la galería; pero, en su desesperación, Clara se
agarró a la barandilla. Lotario oyó la risa furiosa del loco y los
gritos de espanto de Clara; un terrible presentimiento se apoderó de
él y corrió escaleras arriba. La puerta de la segunda escalera
estaba cerrada. Los gritos de Clara aumentaban y, ciego de rabia y de
terror, empujó la puerta hasta que cedió. La voz de Clara se iba
debilitando:
—¡Socorro,
sálvenme, sálvenme! —su voz moría en el aire.
—¡Ese
loco va a matarla! —exclamó Lotario. También la puerta de la
galería estaba cerrada. La desesperación le dio fuerzas y la hizo
saltar de sus goznes. ¡Dios del cielo! Nataniel sostenía en el aire
a Clara, que aún se agarraba con una mano a la barandilla. Lotario
se apoderó de su hermana con la rapidez de un rayo. Golpeó en el
rostro a Nataniel, obligándolo a soltar la presa. Luego bajó la
escalera con su hermana desmayada en los brazos. Estaba salvada.
Nataniel
corría y saltaba alrededor de la galería gritando:
—¡Círculo
de fuego, gira, círculo de fuego!
La
multitud acudió al oír los salvajes gritos y entre ellos destacaba
por su altura el abogado Coppelius, que acababa de llegar a la ciudad
y se encontraba en el mercado. Cuando alguien propuso subir a la
torre para dominar al insensato, Coppelius dijo riendo:
—Sólo
hay que esperar, ya bajará solo —y siguió mirando hacia arriba
como los demás. Nataniel se detuvo de pronto y miró fijamente hacia
abajo, y distinguiendo a Coppelius gritó con voz estridente:
—¡Ah,
hermosos ojos, hermosos ojos! —y se lanzó al vacío.
Cuando
Nataniel quedó tendido y con la cabeza rota sobre las losas de la
calle, Coppelius desapareció.
Alguien
asegura haber visto años después a Clara, en una región apartada,
sentada junto a su dichoso marido ante una linda casa de campo. Junto
a ellos jugaban dos niños encantadores. Se podría concluir diciendo
que Clara encontró por fin la felicidad tranquila y doméstica que
correspondía a su dulce y alegre carácter y que nunca habría
disfrutado junto al fogoso y exaltado Nataniel.
"La experiencia psicoanalítica nos recuerda que herirse los ojos o perder la vista es un
motivo de terrible angustia infantil. Este temor persiste en muchos adultos, a quienes ninguna mutilación
espanta tanto como la de los ojos. ¿Acaso no se tiene la costumbre de decir que se cuida algo como un ojo de
la cara?. El estudio de los sueños, de las fantasías y de los mitos nos enseña, además, que el temor por la
pérdida de los ojos, el miedo a quedar ciego, es un sustituto frecuente de la angustia de castración. También el
castigo que se impone Edipo, el mítico criminal, al enceguecerse, no es más que una castración atenuada,
pena ésta que de acuerdo con la ley del talión sería la única adecuada a su crimen. Colocándose en un punto
de vista racionalista, podría tratarse de negar que el temor por los ojos esté relacionado con la angustia de
castración: se encontrará entonces perfectamente comprensible que un órgano tan precioso como el ojo sea
protegido con una ansiedad correspondiente, ya hasta se podrá afirmar que tampoco tras la angustia de
castración se esconde ningún secreto profundo, ninguna significación distinta de la mutilación en sí. Pero con
ello no se toma en cuenta la sustitución mutua entre el ojo y el miembro viril, manifestada en sueños, fantasías
y mitos, ni se logrará desvirtuar la impresión de que precisamente la amenaza de perder el órgano sexual
despierta un sentimiento particularmente intenso y enigmático, sentimiento que luego repercute también en
las representaciones de la pérdida de otros órganos. Todas nuestras dudas desaparecen cuando, al analizar a
los neuróticos, nos enteramos de las particularidades de este «complejo de castración» y del inmenso papel
que desempeña en la vida psíquica.
Tampoco aconsejaría a ningún adversario del psicoanálisis que adujera justamente el cuento del
arenero, de Hoffmann, para afirmar que el temor por los ojos sería independiente del complejo de castración.
Pues si así fuera, ¿por qué aparece aquí la angustia por los ojos íntimamente relacionada con la muerte del
padre? ¿Por qué el arenero retorna cada vez como aguafiestas del amor? Primero separa al desgraciado
estudiante de su novia y del hermano de ésta, su mejor amigo; luego destruye su segundo objeto de amor, la
bella muñeca Olimpia; finalmente lo impulsa al suicidio, justamente antes de su feliz unión con Clara, a la
que acaba de encontrar de nuevo. Estos elementos del cuento, como otros muchos, parecen arbitrarios y
carentes de sentido si se rechaza la vinculación entre el temor por los ojos y la castración, pero en cambio se
tornan plenos de significación en cuanto, en lugar del arenero, se coloca al temido padre, a quien se atribuye
el propósito de la castración.
Así, nos atreveremos a referir el carácter siniestro del arenero al complejo de castración infantil."
Sigmund Freud
Laura López, Psicoanalista Grupo Cero y Psicóloga
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