sábado, 28 de diciembre de 2013

PARÁBOLA DE LOS PUERCOESPINES ATERIDOS de Arthur Schopenhauer


 

    Era invierno y los puercoespines, aislados cada uno en su rincón, tenían frío. Transcurrieron unos días, hasta que se les ocurrió que una buena forma de calentarse, sería apretarse unos contra otros. Al acercarse, sintieron un agudo dolor, por las heridas que se producían unos a otros con sus púas, y volvieron a alejarse. Al poco tiempo, el frío se tornó insoportable, y volvieron a buscar el calor de los cuerpos amigos. Los pinchazos, les recordaron, que, tratándose de puercoespines, el exceso de cercanía era peligroso. Decididos, sin embargo, a no dejarse vencer en su lucha contra el frío, se alejaron y se acercaron varias veces, hasta que alcanzaron una distancia óptima, que les permitió estar calentitos, pero sin lastimarse.


    “Conforme al testimonio del psicoanálisis, casi todas las relaciones afectivas íntimas de alguna duración entre dos personas – el matrimonio, la amistad, el amor paterno y filial – dejan un depósito de sentimientos hostiles, que precisa, para escapar de la percepción, del proceso de la represión. Este fenómeno se nos muestra más claramente cuando vemos a dos asociados pelearse de continuo o al subordinado murmurar sin cesar contra su superior. El mismo hecho se produce cuando los hombres se reúnen para formar conjuntos más amplios. Siempre que dos familias se unen por un matrimonio, cada una de ellas se considera mejor y más distinguida que la otra. Dos ciudades vecinas serán siempre rivales, y el más insignificante cantón mirará con desprecio a los cantones limítrofes. Los grupos étnicos afines se repelen recíprocamente; el alemán del Sur no puede aguantar al del Norte; el inglés habla despectivamente del escocés y el español desprecia al portugués. La aversión se hace más difícil de dominar cuanto mayores son las diferencias y, de este modo, hemos cesado ya de extrañar la que los galos experimentan por los germanos, los arios por los semitas y los blancos por los hombres de color.
     Cuando la ambivalencia se dirige contra personas amadas, decimos que se trata de una ambivalencia afectiva, y nos explicamos el caso, probablemente de un modo demasiado racionalista, por los numerosos pretextos que las relaciones muy íntimas ofrecen para el nacimiento de conflictos de intereses. En los sentimientos de repulsión y de aversión que surgen sin disfraz alguno contra personas extrañas, con las cuales nos hallamos en contacto, podemos ver la expresión de un narcisismo que tiende a afirmarse y se conduce como si la menor desviación de sus propiedades y particularidades individuales implicase una crítica de las mismas y una invitación a modificarlas. Lo que no sabemos es por qué se enlaza tan grande sensibilidad a estos detalles de la diferenciación. En cambio, es innegable que esta conducta de los hombres revela una disposición al odio y una agresividad, a las cuales podemos atribuir un carácter elemental.” Sigmund Freud
Laura López psicóloga-psicoanalista
Telf 610865355
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martes, 19 de noviembre de 2013

MANUEL de ANAÏS NIN



    Manuel había desarrollado una peculiar forma de diversión que llevó a su familia a repudiarlo, por lo que se fue a vivir como un bohemio a Montparnasse. Cuando no le obsesionaban sus exigencias eróticas, era astrólogo, un cocinero extraordinario, un gran conversador y un excelente compañero de café. Pero ninguna de esas ocupaciones podía apartar su mente de su obsesión. Tarde o temprano, Manuel tenía que abrirse los pantalones y exhibir su más bien formidable miembro. Cuanta más gente hubiera y cuanto más refinada la reunión, mejor. Si se hallaba entre pintores y modelos, esperaba a que todo el mundo estuviera un poco bebido y alegre, y entonces se desnudaba completamente. Su rostro ascético, sus ojos soñadores y poéticos y su cuerpo de aspecto monacal contrastaban tan vivamente con su conducta, que nadie se la explicaba. Si se alejaban de él no sentía placer. Sise quedaban mirándole aunque sólo fuera un momento, caía en trance, su rostro se tornaba extático y no tardaba en revolcarse por el suelo presa de una crisis orgásmica.Las mujeres tendían a huir de su lado. Tenía que rogarles que se quedaran, y para ello recurría a todos los ardides. Posaba como modelo y buscaba trabajo en estudios donde hubiera muchachas, pero las condiciones en que se ponía cuando estaba ante los ojos de las estudiantes obligaba a los hombres a ponerlo en la calle.Si lo invitaban a una reunión, primero trataba de llevarse a una mujer a alguna habitación vacía o a un balcón y se bajaba los pantalones. Si a la mujer leinteresaba, él caía en éxtasis. En caso contrario, echaba a correr tras ella, erección en ristre, y regresaba a la reunión permaneciendo allí con la esperanza de despertar curiosidad. No era un espectáculo hermoso, sino más bien incongruente. Como el miembro no parecía pertenecer a su rostro y al cuerpo austero y religioso, adquiría una gran prominencia, como si se tratara de algo separado.
    Un día conoció a la esposa de un pobre agente literario que estaba pereciendo de inanición y exceso de trabajo, y llegó al siguiente arreglo con ella. El iría por la mañana y haría todas las tareas domésticas: lavar los platos, barrer su estudio e ir de compras; a cambio, una vez todo aquello estuviera listo, podría exhibirse. En este caso exigía toda la atención de la mujer. Quería que le observara desabrocharse el cinturón, desabotonarse los pantalones y bajárselos. No llevaba ropa interior. Se sacaba el pene y lo meneaba como una persona que está sopesando un objeto de valor. Ella debía permanecer de pie cerca de él y observar todos sus gestos; tenía que mirarle el miembro como si fuera un alimento que le gustara.Aquella mujer desarrolló el arte de satisfacerle por completo. Se quedaba absorta ante su pene y decía: –¡Qué miembro tan hermoso que tienes! Es el más grande que he visto en Montparnasse. ¡Y tan suave y tieso! Es precioso
    Mientras pronunciaba estas palabras, Manuel continuaba frotándose el sexo ante los ojos de la mujer, como si fuera un recipiente de oro, y se le hacía la boca agua. Se admiraba él mismo. Cuando ambos se inclinaban para admirarlo, su placer se agudizaba hasta el punto de que era presa de un temblor en todo el cuerpo, de pies a cabeza, pero no soltaba el pene ni dejaba de agitarlo ante el rostro de la mujer. El temblor acababa convirtiéndose  en ondulación, y se caía al suelo y se revolcaba como una pelota hasta que le llegaba el orgasmo, en ocasiones sobre su propia cara.A menudo se apostaba en esquinas obscuras, desnudo bajo un abrigo y, si pasaba una mujer, lo abría y sacudía el pene ante ella. Pero esta actividad resultaba peligrosa, pues la policía castigaba severamente semejante conducta. Con más frecuencia aún, le gustaba meterse en un compartimiento vacío de tren,desabrocharse un par de botones y arrellanarse como si estuviera borracho o dormido. El miembro asomaba un poco por la abertura. Otras personas montaban en las sucesivas estaciones y, si Manuel estaba de suerte, una mujer podía sentarse frente a él y mirarlo fijamente. Como parecía bebido, nadie trataba de despertarlo. Aveces, algún hombre le hacía levantar airadamente y le decía que se abrochara. Las mujeres no protestaban. Si alguna de ellas entraba acompañada  de colegialas,Manuel se sentía en el paraíso. Se ponía en erección, y la situación acababa volviéndose tan insoportable que la mujer y sus muchachitas  abandonaban el compartimiento.
    Un día Manuel halló su alma gemela en esta clase de diversión. Había tomado asiento en un compartimiento, solo, y fingía estar dormido cuando una mujer entró y se sentó ante él. Se trataba de una prostituta más bien madura, por lo que pudo ver:ojos muy pintados, la cara con una espesa capa de polvos, ojeras, pelo exageradamente rizado, zapatos gastados y vestido y sombrero de «cocotte».La observó con los ojos entrecerrados. La prostituta lanzó una mirada a los pantalones parcialmente abiertos y luego volvió a mirar. También ella se repantigó y fingió estar dormida, con las piernas completamente separadas. Cuando el trer arrancó, se subió la falda del todo. No llevaba nada debajo. Extendió las piernas abiertas y se exhibió mientras contemplaba el pene de Manuel, que se iba endureciendo, escapando de los pantalones, hasta que, por fin, salió del todo. Se quedaron sentados el uno frente al otro, mirándose fijamente. Manuel tenía miedo de que la mujer se moviera y tratara de agarrarle el miembro, que no era en absoluto lo que él pretendía. Pero no; gustaba de idéntico placer pasivo. Ella sabía que él miraba su sexo, bajo el negrísimo y espeso vello, y al final abrieron los ojos y se sonrieron. El estaba entrando en un estado de éxtasis, pero tuvo tiempo de percatarse de que ella también experimentaba placer. Podía ver la brillante humedad que aparecía en la boca de su sexo, y cómo la mujer se movía casi imperceptiblemente de un lado a otro, como si se estuviera acunando para dormir. El cuerpo de Manuel comenzó a temblar de placer voluptuoso. Ella, entonces, se masturbó ante él, sin dejar de sonreír. Manuel se casó con aquella mujer, que jamás trató de poseerlo como las demás mujeres.

    En todo acto exhibicionista se encuentra la pulsión escópica, mirar y ser mirado. La mirada implica goce, produce un encuentro con el deseo. Corresponde con etapas infantiles donde comenzaban las investigaciones sexuales, el niño exhibía su cuerpo para hacer surgir la mirada, para interrogar en el otro lo que no puede verse. Hay una fuerte represión en él, hay culpa en el goce y necesita de conductas sexuales donde el riesgo de ser descubierto, lo prohibido ,sea un elemento esencial. Es una conducta perversa. Sólo de esta manera y no de ninguna es capaz de sentir placer.

Laura López psicóloga-psicoanalista
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lunes, 22 de abril de 2013

LA NOCHE DE LOS FEOS de Mario Benedetti


1
Ambos somos feos. Ni siquiera vulgarmente feos. Ella tiene un pómulo hundido. Desde los ocho años, cuando le hicieron la operación. Mi asquerosa marca junto a la boca viene de una quemadura feroz, ocurrida a comienzos de mi adolescencia.
Tampoco puede decirse que tengamos ojos tiernos, esa suerte de faros de justificación por los que a veces los horribles consiguen arrimarse a la belleza. No, de ningún modo. Tanto los de ella como los míos son ojos de resentimiento, que sólo reflejan la poca o ninguna resignación con que enfrentamos nuestro infortunio. Quizá eso nos haya unido. Tal vez unido no sea la palabra más apropiada. Me refiero al odio implacable que cada uno de nosotros siente por su propio rostro.
Nos conocimos a la entrada del cine, haciendo cola para ver en la pantalla a dos hermosos cualesquiera. Allí fue donde por primera vez nos examinamos sin simpatía pero con oscura solidaridad; allí fue donde registramos, ya desde la primera ojeada, nuestras respectivas soledades. En la cola todos estaban de a dos, pero además eran auténticas parejas: esposos, novios, amantes, abuelitos, vaya uno a saber. Todos —de la mano o del brazo— tenían a alguien. Sólo ella y yo teníamos las manos sueltas y crispadas.
Nos miramos las respectivas fealdades con detenimiento, con insolencia, sin curiosidad. Recorrí la hendidura de su pómulo con la garantía de desparpajo que me otorgaba mi mejilla encogida. Ella no se sonrojó. Me gustó que fuera dura, que devolviera mi inspección con una ojeada minuciosa a la zona lisa, brillante, sin barba, de mi vieja quemadura.
Por fin entramos. Nos sentamos en filas distintas, pero contiguas. Ella no podía mirarme, pero yo, aun en la penumbra, podía distinguir su nuca de pelos rubios, su oreja fresca bien formada. Era la oreja de su lado normal.
Durante una hora y cuarenta minutos admiramos las respectivas bellezas del rudo héroe y la suave heroína. Por lo menos yo he sido siempre capaz de admirar lo lindo. Mi animadversión la reservo para mi rostro y a veces para Dios. También para el rostro de otros feos, de otros espantajos. Quizá debería sentir piedad, pero no puedo. La verdad es que son algo así como espejos. A veces me pregunto qué suerte habría corrido el mito si Narciso hubiera tenido un pómulo hundido, o el ácido le hubiera quemado la mejilla, o le faltara media nariz, o tuviera una costura en la frente.
La esperé a la salida. Caminé unos metros junto a ella, y luego le hablé. Cuando se detuvo y me miró, tuve la impresión de que vacilaba. La invité a que charláramos un rato en un café o una confitería. De pronto aceptó.
La confitería estaba llena, pero en ese momento se desocupó una mesa. A medida que pasábamos entre la gente, quedaban a nuestras espaldas las señas, los gestos de asombro. Mis antenas están particularmente adiestradas para captar esa curiosidad enfermiza, ese inconsciente sadismo de los que tienen un rostro corriente, milagrosamente simétrico. Pero esta vez ni siquiera era necesaria mi adiestrada intuición, ya que mis oídos alcanzaban para registrar murmullos, tosecitas, falsas carrasperas. Un rostro horrible y aislado tiene evidentemente su interés; pero dos fealdades juntas constituyen en sí mismas un espectáculo mayor, poco menos que coordinado; algo que se debe mirar en compañía, junto a uno (o una) de esos bien parecidos con quienes merece compartirse el mundo.
Nos sentamos, pedimos dos helados, y ella tuvo coraje (eso también me gustó) para sacar del bolso su espejito y arreglarse el pelo. Su lindo pelo.
"¿Qué está pensando?", pregunté.
Ella guardó el espejo y sonrió. El pozo de la mejilla cambió de forma.
"Un lugar común", dijo. "Tal para cual".
Hablamos largamente. A la hora y media hubo que pedir dos cafés para justificar la prolongada permanencia. De pronto me di cuenta de que tanto ella como yo estábamos hablando con una franqueza tan hiriente que amenazaba traspasar la sinceridad y convertirse en un casi equivalente de la hipocresía. Decidí tirarme a fondo.
"Usted se siente excluida del mundo, ¿verdad?"
"Sí", dijo, todavía mirándome.
"Usted admira a los hermosos, a los normales. Usted quisiera tener un rostro tan equilibrado como esa muchachita que está a su derecha, a pesar de que usted es inteligente, y ella, a juzgar por su risa, irremisiblemente estúpida."
"Sí."
Por primera vez no pudo sostener mi mirada.
"Yo también quisiera eso. Pero hay una posibilidad, ¿sabe?, de que usted y yo lleguemos a algo."
"¿Algo como qué?"
"Como querernos, caramba. O simplemente congeniar. Llámele como quiera, pero hay una posibilidad."
Ella frunció el ceño. No quería concebir esperanzas.
"Prométame no tomarme como un chiflado."
"Prometo."
"La posibilidad es meternos en la noche. En la noche íntegra. En lo oscuro total. ¿Me entiende?"
"No."
"¡Tiene que entenderme! Lo oscuro total. Donde usted no me vea, donde yo no la vea. Su cuerpo es lindo, ¿no lo sabía?"
Se sonrojó, y la hendidura de la mejilla se volvió súbitamente escarlata.
"Vivo solo, en un apartamento, y queda cerca."
Levantó la cabeza y ahora sí me miró preguntándome, averiguando sobre mí, tratando desesperadamente de llegar a un diagnóstico.
"Vamos", dijo.


2

No sólo apagué la luz sino que además corrí la doble cortina. A mi lado ella respiraba. Y no era una respiración afanosa. No quiso que la ayudara a desvestirse.
Yo no veía nada, nada. Pero igual pude darme cuenta de que ahora estaba inmóvil, a la espera. Estiré cautelosamente una mano, hasta hallar su pecho. Mi tacto me transmitió una versión estimulante, poderosa. Así vi su vientre, su sexo. Sus manos también me vieron.
En ese instante comprendí que debía arrancarme (y arrancarla) de aquella mentira que yo mismo había fabricado. O intentado fabricar. Fue como un relámpago. No éramos eso. No éramos eso.
Tuve que recurrir a todas mis reservas de coraje, pero lo hice. Mi mano ascendió lentamente hasta su rostro, encontró el surco de horror, y empezó una lenta, convincente y convencida caricia. En realidad mis dedos (al principio un poco temblorosos, luego progresivamente serenos) pasaron muchas veces sobre sus lágrimas.
Entonces, cuando yo menos lo esperaba, su mano también llegó a mi cara, y pasó y repasó el costurón y el pellejo liso, esa isla sin barba de mi marca siniestra.
Lloramos hasta el alba. Desgraciados, felices. Luego me levanté y descorrí la cortina doble.


La belleza, es un mito, depende de la mirada,está en la mirada de cada uno, que siempre está bañada y sobredeterminada por nuestro inconsciente. Está fundada en el deseo, el problema con la belleza es en el orden del deseo, es decir lo est-ético, y sabemos que el deseo no tiene objeto, por lo tanto no tiene ética. No deseamos objetos, sino deseos, personas deseantes, incluidas en el mundo y se desvelan a través de estos dos personajes la belleza en las formas corporales que atrapan a los sujetos en su deseo y por la fuerza de la especie
Laura López, psicóloga-psicoanalista
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domingo, 13 de enero de 2013

EL CIERVO ESCONDIDO de Liehtsé (c. 300 a. C.)


 Un leñador de Cheng se encontró en el campo con un ciervo asustado y lo mató. Para evitar que otros lo descubrieran, lo enterró en el bosque y lo tapó con hojas y ramas.
   Pero después olvidó el sitio donde lo había ocultado y creyó que todo había ocurrido en un sueño. Lo contó, como si fuera un sueño, a toda la gente. Entre los oyentes hubo uno que fue a buscar el ciervo escondido y lo encontró. Lo llevó a su casa y dijo a su mujer:
    -Un leñador soñó que había matado un ciervo y olvidó dónde lo había escondido, y ahora yo lo he encontrado. Ese hombre sí que es un soñador.
   - Tú habrás soñado que viste un leñador que había matado un ciervo. ¿Realmente crees qeu hubo leñador? Pero como aquí está el ciervo, tu sueño debe ser verdadero- dijo la mujer.
    -Aun suponiendo que encontré el ciervo por un sueño- contestó el marido- , ¿a qué preocuparse averiguando cuál de los dos soñó?
     Aquella noche el leñador volvió a su casa pensando todavía en el ciervo, y realmente soñó, y en el sueño soñó el lugar donde había ocultado el ciervo y también soñó quien lo había encontrado. Al alba fue a casa del otro y encontró el ciervo. Ambos discutieron y fueron al juez, para que resolviera el asunto. El juez le dijo al leñador:
    - Realmente mataste un ciervo y creíste que era un sueño. Después soñaste realmente y creíste que era verdad. El otro encontró el ciervo y ahora te lo disputa, pero su mujer piensa que soñó que había encontrado un ciervo que otro había matado. Luego nadie mató al ciervo. Pero como aquí está el ciervo, lo mejor es que se lo repartan. 
    El caso llegó a oídos del rey de Cheng y el rey de Cheng, dijo:
    - Y ese juez, ¿no estará soñando que reparte un ciervo?

Antes de que Freud escribiera La Interpretación de los sueños, lo que ser recordaba al despertar era interpretado por una manifestación del más allá, pero con el psicoanálisis, las ciencias científicas, todo esto se ha transformado ya en psicología. Los sueños son una propia función psíquica del durmiente. La función del sueño es soñar, que quiere decir ser el guardián del reposo. Un sueño es como una realización de deseos. Se distingue el contendio manifesto del sueño (lo contado) y el contenido latente.El sueño constituye una sustitución deformada de un suceso inconsciente cuyo descubrimiento es la misión de la interpretación onírica. Resulta del encuentro de dos tendencias opuestas: la necesidad de dormir que es constante y la otra tendencia que intenta satisfacer una excitación psíquica, desear. El sueño utiliza restos diurnos, es decir, fragmentos de la vida despierta del mismo día del sueño o días cercanos para construirlo y estos son recientes e indiferentes. Aparece absurdo, ilógico, porque es una especie de disfraz de los deseos inconscientes utilizando para ello las operaciones de condesación, desplazamiento, puesta en escena y elaboración secundaria(lo que dice el paciente del sueño).Se descubre así que los mecanismos psíquicos son los mismos para los sanos y para los enfermos, lo que es diferente es el resultado, pero no los mecanismos.
Laura López psicóloga-psicoanalista
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