martes, 30 de julio de 2019

El SASTRECILLO VALIENTE

  


 Hace muchos años, en un reino muy lejano, vivía un joven muy pobre. Era sastre. Pero casi nunca trabajaba porque nadie le hacía ningún encargo. Como le sobraba tanto tiempo, siempre estaba con sus fantasías, pensaba y pensaba las hazañas más extraordinarias. Estaba seguro de que algún día iba a ser famoso y rico.
   Un día de esos de verano en que hace tanto calor, estaba en su taller soñando, como siempre. Unas moscas muy pesadas habían entrado por la ventana y se pasaban el rato zumbando y molestando a nuestro joven sastre. Se le posaban en la nariz, en las manos, en las orejas. En fin, que le estaban dando la lata. El joven estaba tan harto de las moscas que empezó a perseguirlas por todo el taller y a echarlas hacia la ventana. Pero nada, que las moscas no se iban. Estaba tan enfadado que cogió un trapo que tenía por allí, y aprovechando que las moscas se habían posado sobre una mesa, les sacudió un buen golpe. Con tanta fortuna, que siete de ellas quedaron muertas sobre la mesa.
   Entonces, el joven sastre se sentó y empezó a soñar que, en realidad, había luchado contra siete feroces guerreros y que los había vencido a los siete. Y de tanto pensarlo, llegó a creer que era verdad. Se sentía como el más valiente de los caballeros del reino. Y como era sastre, pues se hizo una camisa muy bonita con un letrero en el pecho, en el que ponía «MATÉ SIETE DE UN GOLPE».
   Y, con la camisa puesta, salió por toda la ciudad. La gente, que leía lo que ponía en la camisa del sastre, pensaba que había matado a siete guerreros y el sastre decía que sí que había matado a «siete de un golpe». El sastre se hizo muy famoso y en todo el reino se hablaba del Sastrecillo Valiente que había matado a siete de un golpe.
   Por aquellos días, el Rey lo estaba pasando muy mal, porque dos gigantes muy crueles estaban a la puerta de su palacio y querían quitarle sus riquezas y su reino. El Rey buscaba a alguien que quisiera ayudarle. Entonces, alguien le habló del Sastrecillo Valiente y mandó a buscarlo.
   Por eso, un día, aparecieron por el taller del sastre unos enviados del Rey y le pidieron que fuera a palacio a ayudar al Rey y a derrotar a los gigantes.
   El sastre se asustó mucho y se arrepintió de haber sido tan soñador y de haberse metido en ese lío. Pero como no quería que nadie le llamara mentiroso y se riera de él, aceptó y se fue a luchar contra los gigantes.
   Y llegó cerca del palacio llenito de miedo. En el bosque que rodeaba el palacio vio a los dos gigantes que estaban sentados a la sombra. Temblando y sin hacer ruido, se subió a un árbol para que los dos gigantes no le vieran. Como hacía mucho calor, los dos gigantes se quedaron dormidos. Entonces, el sastre tiró una piedra que golpeó a uno de los gigantes en la nariz. El gigante se despertó enfadadísimo y dolorido. Creyó que había sido el otro gigante el que le había dado la pedrada y le dio dos puñetazos bien fuertes.
   Cuando los gigantes volvieron a quedarse dormidos, el Sastrecillo Valiente, tiró una piedra al otro gigante le dio en los dientes. El gigante se despertó hecho una fiera y pegó una patada al otro. Los dos gigantes se liaron a puñetazos, patadas y mordiscos.
   Estuvieron peleando más de dos horas. Hasta que al fin, agotados, quedaron tumbados en el suelo sin poder moverse. El sastre echó a correr hacia palacio, gritando: Venid, venid! ¡corred! He peleado con los gigantes y los he vencido! ¡Venid a sujetarlos!
   Los soldados del Rey fueron en busca de los gigantes sin creer lo que el sastre decía. Pero cuando llegaron vieron a los dos gigantes tumbados en el suelo. Los ataron con muchas cuerdas y cadenas y, con unos cables, los arrastraron y los metieron en los calabozos.

 El Rey, muy contento y muy agradecido, regaló muchas riquezas al Sastrecillo que se convirtió en un señor muy poderoso. Y, además, la Princesa se casó algunos años después con el famoso Sastrecillo Valiente.



No es, realmente fácil hacerse una idea de la riqueza de los procesos mentales inconscientes que en nuestro pensamiento existen y demandan una expresión, ni tampoco de la habilidad que la elaboración despliega para matar siete moscas de una vez, como el sastre del cuento, hallando formas expresivas de múltiples sentidos.

Sigmund Freud, Psicología de los procesos oníricos. 


martes, 25 de abril de 2017

EL HADA DE LOS TRES DESEOS


"Una hada bondadosa promete a un pobre matrimonio la realización de sus tres primeros deseos. Encantado de la generosidad del hada se dispone el matrimonio a escoger con todo cuidado, pero la mujer, seducida por el olor de unas salchichas que en la cabaña vecina están asando desea comer un par de ellas, y en el acto aparecen sobre la mesa, quedando cumplido el primer deseo. Furioso, el marido pide que las salchichas aquellas vayan a colgar de las narices de su imbécil mujer, deseo que es cumplido en el acto, como el segundo de los tres concedidos. Inútil deciros que esta situación no resulta nada agradable para la mujer, y como, en el fondo, su marido se siente unido a ella por el cariño conyugal, el tercer deseo ha de ser el de que las salchichas vuelvan a quedar sobre la mesa."
(Extraído de Lecciones Introductorias al Psicoanálisis (1915-1917), Lección XIV, Como una realización de deseos, Obras Completas de Sigmund Freud, Biblioteca Nueva, 

Sigmund Freud utiliza este cuento en su explicación de los sueños de angustia, mostrando que también son como una realización de deseos. Nos indica que la actitud del sujeto hacia sus deseos es de rechazo, y entonces la realización de los mismos no puede procurarle placer, sino todo lo contrario. Este afecto contrario se manifiesta en forma de angustia. En su actitud ante los deseos de sus sueños, el soñante, se muestra formado por dos personas diferentes, pero unidas. Nos muestra así cómo la realización de deseos puede constituir una fuente de placer para una de las dos personalidades que al sujeto hemos atribuido y de displacer para la otra, cuando ambas no se hallan de acuerdo.

                                           Laura López, Psicoanalista Grupo Cero 
                                                     Telf.: 0034 610 86 53 55
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martes, 24 de enero de 2017

OTELO, de William Shakespeare

ESCENA PRIMERA, ACTO IV

Delante del castillo
Entran OTELO e IAGO
IAGO.- ¿Podéis pensar así?
OTELO.- Pienso así, Iago.
IAGO.- ¡Qué! Darse un beso en la intimidad...
OTELO.- Un beso que nada autoriza.
IAGO.- O estarse desnuda en el lecho con su amigo una hora o más, no supone malicia alguna.
OTELO.- ¿Desnuda en el lecho, Iago, y sin malicia alguna? ¡Eso es usar de hipocresía con el diablo! ¡Los que tienen intenciones virtuosas, y no obstante, obran así, el diablo tienta su virtud y ellos tientan al cielo!
IAGO.- Si nada hacen, es un desliz venial; ahora, si doy a mi mujer un pañuelo...
OTELO.- Bien, ¿qué?
IAGO.- Pues que es de ella, señor; y, siendo suyo, pienso que puede darlo a quien le plazca.
OTELO.- También es guardiana de su honor. ¿Puede entregarlo?
IAGO.- ¡Su honor es una esencia que no se ve! A menudo ocurre que quienes lo poseen no lo tienen. Pero en cuanto al pañuelo...
OTELO.- ¡Por el cielo! De buena gana lo hubiera olvidado... Me dijiste -¡Oh, esto viene a mi memoria como el cuervo a una casa infectada, presagiando desdicha a todos!-, me dijiste que tenía él mi pañuelo.
IAGO.- Sí, ¿y qué hay con eso?
OTELO.- Nada bueno, pues.
IAGO.- Y ¿qué sería si os dijera que le había visto ultrajaros? ¿O que le oí decir -pues hay tres bribones que, cuando con sus solicitaciones importunas o sus comedias de pasión han persuadido o ablandado a alguna dama, no pueden por menos de divulgar lo que debían callarse-...
OTELO.- ¿Ha dicho alguna cosa?
IAGO.- Sí, mi señor; pero no más que pueda desmentir; estad seguro de ello.
OTELO.- ¿Qué dijo?
IAGO.- Pues que había.... no sé qué había hecho.
OTELO.- ¿Qué? ¿Qué?
IAGO.- Que se había acostado...
OTELO.- ¿Con ella?
IAGO.- Con ella, o encima de ella, como queráis...
OTELO.- ¡Acostado con ella! ¡Acostado encima de ella!... ¡Dormido con ella!... ¡Eso es asqueroso!... ¡El pañuelo!... ¡Confesiones!... ¡El pañuelo! ¡Que confiese y sea ahorcado por su trabajo!... ¡Que sea ahorcado primero, y que confiese después!... ¡Tiemblo al pensarlo!. ¡La naturaleza no se dejaría invadir por la sola sombra de una pasión sin algún fundamento! ¡No son vanas palabras las que así me estremecen! ¡Puf!... ¡Sus narices, sus orejas, sus labios!... ¿Es posible?... ¡Confesión!... ¡El pañuelo!... ¡Oh, demonio!... (Cae en convulsiones.)
IAGO.- ¡Opera, medicina mía, opera! ¡Así se atrapa a los tontos crédulos! ¡Y así pierden fama y honra muchas damas castas y dignas!- ¿Qué hay? ¡Eh! ¡Mi señor! ¡Mi señor, digo! ¡Otelo!
Entra CASSIO
IAGO.- ¡Hola, Cassio!
CASSIO.- ¿Qué sucede?
IAGO.- ¡Mi señor ha caído en un ataque de epilepsia! ¡Es su segundo acceso! Tuvo otro ayer.
CASSIO.- Frotadle las sienes.
IAGO.- No, dejadle. El letargo debe seguir su curso tranquilo. Si no, va a echar espuma por la boca y a estallar inmediatamente en un acceso de locura salvaje. Mirad, se mueve. Retiraos por algunos momentos. Volverá pronto en sí. Cuando haya partido, tengo necesidad de hablaros de un asunto de gran importancia. (Sale Cassio.)- ¿Cómo va eso, general? ¿No os habéis herido en la cabeza?
OTELO.- ¿Te burlas de mí?
IAGO.- ¡Yo burlarme de vos! ¡No, por el cielo! ¡Quisiera que soportaseis vuestra suerte como un hombre!
OTELO.- ¡Un hombre cornudo es un monstruo y una bestia!
IAGO.- ¡Entonces hay muchas bestias en una ciudad populosa, y bastantes monstruos civilizados!
OTELO.- ¿Lo ha confesado ya?
IAGO.- Buen señor, sed un hombre; pensad que todo camarada barbudo, que está uncido como vos, puede tirar en la misma yunta. Hay en estas horas millones de hombres vivos que se acuestan de noche en lechos compartidos por todo el mundo, y se atreven a jurar que son suyos propios. Vuestro caso es mejor. ¡Oh, es un ultraje del infierno, una archimofa del diablo! ¡Besar una libertina en un lecho legítimo y suponerla casta! No. Vale más saberlo todo, y sabiendo lo que soy, sé lo que ella será.
OTELO.- ¡Oh! Eres listo; es cierto.
IAGO.- Permaneced un instante tranquilo y limitaos a oírme con paciencia. Mientras estabais aquí, desvanecido en vuestro dolor (pasión sumamente indigna de un hombre semejante), vino Cassio. Me las ingenié para despedirle, dándole una excusa aceptable sobre vuestro desvanecimiento, y le encargué que volviera dentro de un rato para hablarle, lo que me prometió. Agazapaos tan sólo en algún escondite, y advertid las muecas, escarnios y notorios desdenes que residen en cada región de su semblante; pues le haré repetir su historia..., decir dónde, cómo, cuántas veces, desde cuánto tiempo, cuándo ha copulado y si se propone copular de nuevo con vuestra mujer. Os lo digo, notad, sólo sus gestos... Pero, pardiez, paciencia, o diré que sois el frenesí en todo y por todo y que no tenéis nada de hombre.
OTELO.- ¿Me escuchas, Iago? Verás que soy de lo más prudente en mi paciencia; pero también -¿me oyes?- de lo más sanguinario.
IAGO.- Eso no es falta; sin embargo, todo a su debido tiempo. ¿Queréis retiraros? (Otelo se oculta.) Ahora voy a preguntar a Cassio por Blanca; una ama de casa que vende sus favores para comprarse pan y vestidos. Esta infeliz está loca por Cassio. Es el castigo de la puta, engañar a mil y ser engañada por uno... Cuando oye hablar de ella, no puede refrenar un acceso de risa. -Aquí viene. Cuando sonría, Otelo se pondrá furioso, y sus celos ignaros interpretarán al revés las sonrisas, los gestos y la conducta ligera del pobre Cassio.
Vuelve a entrar CASSIO
¿Cómo os va ahora, teniente?
CASSIO.- Tanto peor cuanto me dais un título cuya ausencia me mata.
IAGO.- Solicitad con ahínco a Desdémona, estad seguro de él. (Hablando bajo.) Ahora, si esta merced dependiera de la viudedad de Blanca, ¡qué pronto la hubieras conseguido!
CASSIO.- ¡Ay, pobre infeliz!
OTELO.- (Aparte.) ¡Ved cómo se ríe ya!
IAGO.- Nunca he visto a una mujer amar tanto a un hombre.
CASSIO.- ¡Ay, pobre picarona! Creo, en verdad, que me quiere.
OTELO.- (A parte.) Ahora lo niega débilmente, y esto le hace estallar de risa.
IAGO.- ¿Oís, Cassio?
OTELO.- (Aparte.) Ahora lo apremia a que lo cuente todo. ¡Bravo, bien dicho; bien dicho!
IAGO.- Asegura que os casaréis con ella. ¿Tenéis esa intención?
CASSIO.- ¡Ja, ja, ja!
OTELO.- (Aparte.) ¿Triunfáis, romano, triunfáis?
CASSIO.- ¡Casarme con ella!... ¿Cómo? ¡Una mujer corrida! Por favor, ten alguna caridad con mi talento. No lo creas tan desequilibrado. ¡Ja, ja, ja!
OTELO.- (A parte.) Eso es, eso es, eso es, eso es: los que ganan ríen.
IAGO.- A fe mía, corro el rumor de que vais a casaros con ella.
CASSIO.- Por favor, dime la verdad.
IAGO.- Si no es así, soy un perfecto canalla.
OTELO.- (A parte.) ¿Me habéis contado ya los días? Bien.
CASSIO.- Es una invención de esa misma mona. Está persuadida de que me casaré con ella por un capricho de su vanidad y de su amor propio, pero no por el hecho de una promesa de mi parte.
OTELO.- (A parte.) Iago me hace serias; ahora comienza la historia.
CASSIO.- Estaba aquí ahora mismo; me persigue por todas partes. El otro día me encontraba a la orilla del mar hablando con unos venecianos, cuando se presenta esa alocada y me coge así por el cuello..., exclamando: «¡Oh, mi querido Cassio!» Como si lo viera. Es lo que quiero decir su gesto. Y se cuelga, y se recuesta y llora sobre sí y me atrae y me rechaza. ¡Ja, ja, ja!
OTELO.- (A parte.) Ahora le cuenta cómo le ha introducido en mi alcoba. ¡Oh! ¡Veo vuestra nariz, pero no el perro al que habré de arrojarla!
CASSIO.- Bien, es menester que deje su compañía.
IAGO.- ¡Dios me proteja! Mirad dónde viene.
CASSIO.- ¡Es otra tal fuina! ¡Pardiez, y qué perfumada!
Entra BLANCA
¿Qué os proponéis con esta persecución de mi persona?
BLANCA.- ¡Que el diablo y su mujer os persigan! ¿Qué intención os guía con este pañuelo que me habéis dado hace un instante? ¡Linda necia he sido con tomarlo! ¿Y he de copiar el dibujo? ¿Que verosímil que encontraseis esta pieza de labor en vuestro aposento, y no sepáis quién la dejó allí? Es el presente de alguna moza del partido. ¿Y he de copiar el dibujo? Tened... Dádselo a vuestro caballito de palo. Venga de donde viniere, no lo copiaré.
CASSIO.- ¿Qué os sucede, mi dulce Blanca? ¿Que os sucede? ¿Qué os sucede?
OTELO.- (Aparte.) ¡Por el cielo! ¡Ése debe ser mi pañuelo!
BLANCA..- Si queréis venir a cenar conmigo esta noche, podéis. Si no queréis, venid cuando os halléis preparado. (Sale.)
IAGO.- ¡Corred tras ella, corred tras ella!
CASSIO.- A fe mía, es preciso; de lo contrario, va a vociferar por las calles.
IAGO.- ¿Cenaréis en su casa?
CASSIO.- Sí; es mi intención.
IAGO.- Bien; quizá vaya a veros, pues tengo absoluta necesidad de hablar con vos.
CASSIO.- Venid, os ruego. ¿Vendréis?
IAGO.- Iré; no tenéis que decir más. (Sale Cassio.)
OTELO.- (Adelantándose.) ¿Cómo le mataré, Iago?
IAGO.- ¿Advertisteis cómo se reía de su delito?
OTELO.- ¡Oh, Iago!
IAGO.- ¿Y visteis el pañuelo?
OTELO.- ¿Era el mío?
IAGO.- ¡El vuestro, por esta mano! ¡Y ved cómo aprecia a esa insensata mujer, vuestra esposa! ¡Se lo da, y él se lo regala a su meretriz!
OTELO.- ¡Quisiera estar nueve años matándole!- ¡Tan linda mujer! ¡Tan bella mujer! ¡Tan amable mujer!
IAGO.- Vaya, es menester olvidar eso.
OTELO.- ¡Sí, que se pudra! ¡Qué perezca y baje al infierno esta noche! ¡Porque no vivirá! ¡No; mi corazón se ha vuelto de piedra! ¡Lo golpeo, y me hiere la mano!... ¡Oh! ¡El mundo no contiene más adorable criatura! ¡Podría yacer al lado de un emperador y dictarle órdenes!
IAGO.- Pardiez, os apartáis del asunto.
OTELO.- ¡Que la ahorquen!... Sólo digo lo que es... ¡Tan delicada con la aguja!... ¡Tan admirable en la música! ¡Oh! ¡Cuando canta, haría desaparecer la ferocidad de un oso!... ¡De un ingenio tan agudo y fértil! ¡Y tan ocurrente!
IAGO.- Tanto peor por todas esas cualidades.
OTELO.- ¡Oh, mil veces, mil veces peor! Y luego, ¡de un carácter tan blando!
IAGO.- Sí, demasiado blando.
OTELO.- En efecto, es verdad..., no obstante, ¡qué lástima, Iago! ¡Qué lástima, Iago!. ¡Oh, Iago!
IAGO.- Si tan prendado estáis de su perfidia, dadle patente para pecar; pues si a vos no os molesta, a nadie le importa nada.
OTELO.- ¡La haré trizas!... ¡Ponerme los cuernos!
IAGO.- ¡Oh! Es vergonzoso en ella.
OTELO.- ¡Y con mi teniente!
IAGO.- ¡Más vergonzoso aún!
OTELO.- ¡Procúrame un veneno, Iago! Esta noche... No quiero tener explicaciones con ella, de miedo que su cuerpo y su hermosura no desarmen aún mi alma... Esta noche, Iago.
IAGO.- No os sirváis del veneno. ¡Estranguladla en su lecho, en ese mismo lecho que ella ha mancillado!
OTELO.- ¡Bien, bien! ¡Es una justicia que me place! ¡Muy bien!
IAGO.- Y en cuanto a Cassio, dejad que corra de mi cuenta. Sabréis más a medianoche.
OTELO.- ¡Excelentemente bien! (Óyese dentro una trompeta.) ¿Qué trompeta es ésa?
IAGO.- Algún mensaje de Venecia, de seguro.- Es Ludovico, que viene de parte del dux. Y mirad, vuestra esposa llega con él.
Entran LUDOVICO, DESDÉMONA y acompañamiento
LUDOVICO.- ¡Dios os guarde, digno general!
OTELO.- A vos, de todo corazón, señor.
LUDOVICO.- El dux y los senadores de Venecia os cumplimentan. (Le entrega un despacho.)
OTELO.- Beso el instrumento de sus órdenes. (Abre el despacho y lee.)
DESDÉMONA.- ¿Y qué noticias traéis, querido primo Ludovico?
IAGO.- Me alegro mucho de veros, signior. Sed bien venido a Chipre.
LUDOVICO.- Os doy las gracias. ¿Cómo está el teniente Cassio?
IAGO.- Vive, señor.
DESDÉMONA.- Primo, ha surgido una desavenencia lamentable entre él y mi esposo; pero vos pondréis todo bien.
OTELO.- ¿Estáis segura de ello?
DESDÉMONA.- Mi señor...
OTELO.- (Leyendo.) No dejéis de hacerlo, como veréis...
LUDOVICO.- No llamaba. Está ocupado en leer el escrito. ¿Es que hay división entre mi señor y Cassio?
DESDÉMONA.- Una división desgraciada. Me alegraría mucho reconciliarlos, por el afecto que tengo a Cassio.
OTELO.- ¡Fuego y azufre!
DESDÉMONA.- Mi Señor...
OTELO.- ¿Estáis en vuestro juicio?
DESDÉMONA.- ¡Cómo! ¿Se ha enojado?
LUDOVICO.- Puede que le haya excitado la carta, pues creo que se le llama a Venecia y se le manda que delegue su gobierno en Cassio.
DESDÉMONA.- Me alegro de ello, os lo aseguro.
OTELO.- ¿De veras?
DESDÉMONA.- Mi señor...
OTELO.- Celebro al veros loca.
DESDÉMONA.- ¿Cómo, amado Otelo?
OTELO.- ¡Diablea! (La golpea.)
DESDÉMONA.- No he merecido esto.
LUDOVICO.- Mi señor, nadie creería esto en Venecia, aun cuando yo jurara que lo había visto. Es demasiado. Dadle una reparación; llora.
OTELO.-¡Oh, diablesa, diablesa! Si la tierra pudiera fecundarse con lágrimas de mujer, cada gota que viertes se convertiría en un cocodrilo. ¡Fuera de mi vista!
DESDÉMONA.- No permaneceré para ofenderos. (Yéndose.)
LUDOVICO.- Dama obediente, en verdad. Suplico a vuestra señoría que la llame.
OTELO.- ¡Señora!...
DESDÉMONA.- Mi señor...
OTELO.- ¿Qué deseáis con ella, caballero?
LUDOVICO.- ¿Quién, yo, señor?
OTELO.- Sí; habéis deseado que la hiciera volver. Señor, puede tornar, y retornar, y, sin embargo, marchar adelante, y volver todavía; y puede llorar, señor, ¡llorar!; y es obediente, como decís..., ¡obediente!.... ¡muy obediente!.... Continuad con vuestras lágrimas... En lo que respecta a este despacho, señor... ¡Oh, emoción bien fingida!... Recibo la orden de regresar.. Marchaos; enviaré por vos en seguida... Señor, obedeceré el mandato y volveré a Venecia... ¡Fuera de aquí, andando! (Sale Desdémona.) Cassio ocupará mi puesto. Con esto... señor, os ruego que me acompañéis a cenar esta noche. ¡Sed bien venido a Chipre, señor! - ¿Cabrones y monos? (Sale.)
LUDOVICO.- ¿Es éste el noble moro a quien nuestro Senado proclama por voto unánime capaz de cuanto sea posible? ¿Es ésta la naturaleza en quien no hacen mella las pasiones? ¿Cuya sólida virtud no podían rozar ni herir la bala del accidente ni el dardo de la ocasión?
IAGO.- Está muy cambiado.
LUDOVICO.- ¿Tiene los sentidos cabales? ¿No está su cerebro en delirio?
IAGO.- Es lo que es. No debo permitirme el aliento de una censura. Lo que podría ser -si pudiera serlo- no lo es... ¡Pluguiera al cielo que lo fuese!
LUDOVICO.- ¡Cómo! ¡Pegar a su mujer!
IAGO.- A fe mía, eso no estuvo bien. Sin embargo, quisiera tener la seguridad de que ese golpe no sea el más violento.
LUDOVICO.- ¿Es su costumbre, o es que ese despacho obró sobre su sangre, y por primera vez inoculó en él tal demasía?
IAGO.- ¡Ay, ay! No es honrado en mí decir lo que he visto y conocido. Vos le observaréis, y sus maneras de obrar os instruirán tan bien, que puedo ahorrar mis palabras. Seguidle y notaréis cómo va a continuar.
LUDOVICO.- Me pesa haberme engañado sobre él. (Salen.)


Escena Segunda[editar]

Aposento en el castillo
Entran OTELO y EMILIA
OTELO.- ¿No habéis visto nada, entonces?
EMILIA.- Jamás he oído nada, ni nunca he sospechado.
OTELO.- Sí; vos habéis visto a ella y a Cassio juntos.
EMILIA.- Pero en esas ocasiones no vi nada malo, y he oído cada una de las sílabas pronunciadas entre ellos.
OTELO.- ¿Qué, no cuchichearon nunca?
EMILIA.- Jamás, mi señor.
OTELO.- ¿Ni ella os ha alejado?
EMILIA.- Nunca.
OTELO.- ¿Para buscar su abanico, sus guantes, su antifaz, ni nada?
EMILIA.- Jamás, mi señor.
OTELO.- Es extraño.
EMILIA.- Me atrevo a jurar que es honrada. Apostaría a ello mi alma a cara y cruz. Si pensáis de otra manera, arrojad ese pensamiento..., engaña a vuestro corazón. Si algún miserable os infundió eso en la cabeza, que el cielo pueda recompensarle con la maldición de la serpiente; porque, si no es honrada, casta y leal, entonces no hay ningún hombre feliz; la más pura de las mujeres es despreciable como la calumnia.
OTELO.- Mandadla que venga aquí.-Id. (Sale Emilia.) Dice bastante. Sin embargo, es una simple alcahueta que no puede decir mucho. Es una ramera astuta, un gabinete de infames secretos cerrados a llave; y, a pesar de ello, se arrodilla y ora. Se lo he visto hacer.
Entran DESDÉMONA y EMILIA
DESDÉMONA.- Mi señor, ¿qué me queréis?
OTELO.- Por favor, venid acá, polluela.
DESDÉMONA.- ¿Qué os place mandarme?
OTELO.- Dejadme ver vuestros ojos. Miradme a la cara.
DESDÉMONA.- ¿Qué horrible humorada es ésta?
OTELO.- (A Emilia.) ¡A alguna de vuestras funciones, dueña! ¡Dejad solos a los que quieren procrear, y cerrad la puerta! ¡Tosed y exclamar ¡Ejem!, si alguien viene! ¡A vuestro oficio, a vuestro oficio! ¡Vamos, despachad! (Sale Emilia.)
DESDÉMONA.- Os lo suplico de rodillas: ¿qué significa vuestro discurso? Comprendo que la cólera reside en vuestras palabras; pero no las entiendo.
OTELO.- Vamos a ver: ¿quién eres tú?
DESDÉMONA.- Vuestra esposa, mi señor; vuestra sincera y leal esposa.
OTELO.- ¡Vamos, júralo y condénate! Te asemejas tanto a un ángel del cielo que los demonios podrían temer apoderarse de ti. ¡Así, condénate doblemente! ¡Jura... que eres honrada!
DESDÉMONA.- El cielo lo sabe con toda verdad.
OTELO.- ¡El cielo lo sabe con toda verdad que eres pérfida como el infierno!
DESDÉMONA.- ¿Hacia quién, mi señor? ¿Con quién? ¿Cómo soy pérfida?
OTELO.- ¡Ah, Desdémona!... ¡Aparta, aparta, aparta!
DESDÉMONA.- ¡Ay! ¡Aciago día!... ¿Por qué lloráis? ¿Soy yo el motivo de esas lágrimas, mi señor? Si por ventura sospecháis que ha sido mi padre el instrumento de vuestra llamada, no me echéis a mí la culpa. Si habéis perdido su afecto, yo lo he perdido también.
OTELO.- Aun cuando pluguiera al cielo ponerme a prueba el dolor; aun cuando hubiera hecho llover sobre mi cabeza desnuda toda clase de males y de vergüenzas; aun cuando me hubiera sumergido en la miseria hasta los labios; aun cuando me redujese a la cautividad con mis últimas esperanzas, aún habría podido encontrar en un rincón de mi alma una gota de paciencia. Pero ¡ay! ¡Hacer de mí la imagen fija que el escarnio del mundo señalará con su dedo lento y móvil!... ¡Oh! ¡Oh! Sin embargo, todavía aguantara esto; bien, muy bien. ¡Pero ser arrojado del santuario en que depositó mi corazón; del santuario donde tengo que vivir, o renunciar a la vida; del manantial hacia donde se desliza mi corriente para no secarse! ¡Ser arrojado de él o conservado como una cisterna para que sucios sapos se enlacen y engendren dentro!... ¡Paciencia, tú, joven querubín de labios de rosa, cambia de complexión! ¡Cambia, así, y adquiere una fisonomía siniestra como el infierno!
DESDÉMONA.- Espero que mi noble señor me estima honrada.
OTELO.- ¡Oh, sí! ¡Como las moscas estivales en el matadero, que, apenas creadas, se reproducen zumbando! ¡Oh, flor, tan graciosamente bella, tan deliciosamente odorífera que los sentidos se embriagan en ti! ¡Ojalá nunca hubieras venido al mundo!
DESDÉMONA.- ¡Ay! ¿Qué pecado de ignorancia he cometido?
OTELO.- Esta rica vitela, este libro tan admirable, ¿se hizo para que escribiese encima: «puta»? «¡Qué habéis cometido!» «¡Cometido!» ¡Oh, ramera pública! ¡Si dijera lo que has hecho, mis mejillas volveríanse rojas como las fraguas y reducirían a cenizas todo pudor!... «¡Qué has cometido!»... ¡El cielo tápase ante ello la nariz, y la Luna cierra los ojos! ¡El viento lascivo que besa todo lo que encuentra, se esconde en los antros profundos de la tierra por no escucharlo!... «¡Qué has cometido!» ¡Impudente prostituta!
DESDÉMONA.- ¡Por el cielo, me estáis injuriando!
OTELO.- ¿No sois una prostituta?
DESDÉMONA.- ¡No, tan cierto como soy cristiana! Si conservar este vaso para mi señor, libre de todo otro contacto impuro e ilegítimo, es no ser una prostituta, no lo soy.
OTELO.- ¡Cómo! ¿No sois una puta?
DESDÉMONA.- ¡No, como espero mi salvación!
OTELO.- ¿Es posible?
DESDÉMONA.- ¡Oh cielos! ¡Apiadaos de nosotros!
OTELO.- Os pido perdón, en ese caso. Os tomé por esa astuta cortesana de Venecia que se casó con Otelo.- ¡Y vos, dueña, que tenéis el oficio contrario a San Pedro y guardáis las puertas del infierno!...
Vuelve a entrar EMILIA
¡Vos! ¡Vos! ¡Sí, vos! ¡Ya hemos concluido! Aquí tenéis dinero por vuestro trabajo. ¡Por favor! Dad la vuelta a la llave y guardadnos el secreto. (Sale.)
EMILIA.- ¡Ay! ¿Qué se imagina este hombre? ¿Cómo os halláis, madama? ¿Cómo os encontráis, mi buena señora?
DESDÉMONA.- Por mi fe, medio dormida.
EMILIA.- Buena señora, ¿qué tenéis con mi señor?
DESDÉMONA.- ¿Con quién?
EMILIA.- Vaya, con mi señor, señora.
DESDÉMONA.- ¿Quién es tu señor?
EMILIA.- El vuestro, amable señora.
DESDÉMONA.- No tengo ninguno. No me hables, Emilia. No puedo llorar, ni dar otra respuesta sino la que se traduzca en lágrimas. Te lo suplico, esta noche coloca en mi lecho mis sábanas nupciales... Recuérdalo... Y llama que venga tu marido.
EMILIA.- ¡He aquí un cambio, en verdad! (Sale.)
DESDÉMONA.- Era justo que así fuese tratada, muy justo. ¿De qué modo me he conducido para inspirarle la más pequeña sospecha de mi más leve falta?
Vuelve a entrar EMILIA con IAGO
IAGO.- Qué deseáis, señora? ¿Qué os sucede?
DESDÉMONA.- No puedo decirlo. Los que enseñan a los párvulos lo hacen con medios dulces y fáciles tareas. Hubiera podido reñirme de tal modo; pues, en buena fe, soy una niña cuando se me regaña.
IAGO.- ¿De qué se trata, señora?
EMILIA.- ¡Ay, Iago! El señor la ha calificado de puta, la ha abrumado de tal manera a desprecios y en términos tan viles, que un corazón inocente no lo podría soportar.
DESDÉMONA.- ¿Merezco yo ese nombre, Iago?
IAGO.- ¿Qué nombre, amable señora?
DESDÉMONA.- El que dice que me ha llamado mi señor.
EMILIA.- La llamó puta. Un mendigo, en su borrachera, no habría dirigido tales insultos a su coima.
IAGO.- ¿Por qué ha obrado así?
DESDÉMONA.- No lo sé. Estoy segura de no ser nada parecido.
IAGO.- No lloréis, no lloréis... ¡Ay, día aciago!
EMILIA.- ¿Ha renunciado a tantos matrimonios, abandonado a su padre, a sus amigas, para ser llamada puta? ¿No es para hacer llorar?
DESDÉMONA.- ¡Es mi mala suerte!
IAGO.- ¡Maldito sea por ello! ¿Cómo le dio esta locura?
DESDÉMONA.-¡Sábelo el cielo!
EMILIA.- ¡Que me ahorquen el no hay algún sempiterno villano, algún bellaco bullicioso e insinuante, algún granuja lisonjero y mentiroso que le ha imbuido esta idea en la cabeza para obtenerse un empleo! ¡Que me ahorquen si no es así!
IAGO.- ¡Quita allá! No hay un hombre semejante. Es imposible.
DESDÉMONA.- ¡Si lo hubiere, que el cielo le perdone!
EMILIA.- ¡Que lo perdone una cuerda y que el infierno roa sus huesos! ¿Por qué había de llamarla prostituta? ¿Con quién se trata? ¿En qué sitio? ¿En qué tiempo? ¿En qué forma? ¿Qué verosimilitud tiene? ¡El moro ha sido engañado por algún bribón más que infame, por algún pillo vil y redomado, por algún despreciable truhán! ¡Oh, cielo! ¡Que no denuncies a semejante gentuza, y coloques un látigo en la diestra de todo hombre honrado, para que esos canallas fuesen azotados desnudos en el mundo entero, desde el Oriente al Occidente!
IAGO.- Hablad más bajo.
EMILIA.- ¡Oh, vergüenza de ellos! ¡Algún escudero de esa laya fue el que os volvió del revés el juicio y os hizo sospechar que yo había tenido que ver con el moro!
IAGO.-. ¡Sois una loca! ¡Idos!
DESDÉMONA.- ¡Ay, Iago! ¿Cómo me las arreglaré para ganar de nuevo el corazón de mi esposo? Buen amigo, ve a hallarle, pues por esta luz del cielo, no sé cómo le he perdido. ¡Doblo aquí mis rodillas, y si alguna vez he pecado voluntariamente contra su amor en palabras, obras o pensamientos; si alguna vez mis ojos, mis oídos u otro cualquiera de mis sentidos han experimentado placer ante otra presencia que no la suya; si no le amo aún tiernamente, como siempre le he amado, como siempre le amaré, aun cuando me arrojase en la miseria por el divorcio, que toda esperanza de consuelo me abandone! El desafecto puede hacer mucho; y su desafecto puede poner fin a mi vida, mas no corromper mi amor. No puedo pronunciar la palabra «puta»; ahora que la digo, me produce horror. Y en cuanto a cometer el acto que justifica ese nombre, ni todas las vanidades de la tierra podrían inducirme a él.
IAGO.- Os lo suplico, tened paciencia; esto no es más que un momento de mal humor. Son los negocios del Estado que le inquietan, y os riñe entonces.
DESDÉMONA.- ¡Si no fuera otra cosa!...
IAGO.- Es sólo eso, os lo garantizo. (Trompetas.) ¡Oíd cómo esos instrumentos convocan a cenar! Los embajadores de Venecia esperan la vianda. Entrad y no lloréis. Todo se arreglará a satisfacción. (Salen Desdémona y Emilia.)
Entra RODRIGO
¡Hola, Rodrigo!
RODRIGO.- No hallo que obres lealmente conmigo.
IAGO.- ¿Qué prueba lo contrario?
RODRIGO.- Cada día me das la entretenida con algún pretexto, Iago; y a lo que ahora me parece, más bien me frustras todas las ocasiones favorables, que me provees del menor asomo de esperanza. Estoy decidido, en verdad, a no aguantarlo más tiempo. Ni tengo ya humor para digerir apaciblemente lo que he soportado como un tonto.
IAGO.- ¿Queréis oírme, Rodrigo?
RODRIGO.- A fe mía, os he oído demasiado, pues entre vuestras palabras y vuestras obras no hay parentesco alguno.
IAGO.- Me acusáis muy injustamente.
RODRIGO.- De nada que no sea verdad. He agotado todos mis recursos. Las joyas que os entregué para que las hicieras llegar a Desdémona hubieran medio corrompido a una monja. Me decís que las ha recibido, y, en cambio, me dais promesas consoladoras de reconocimiento y de intimidad cercana; pero no veo que nada de esto se realice.
IAGO.- Bien; adelante; muy bien.
RODRIGO.- «¡Muy bien! ¡Adelante!» ¡Pues no puedo ir adelante, amigo! Ni está ello muy bien, sino que, por el contrario, todo va muy mal, y comienzo a advertir que he sido engañado.
IAGO.- ¡Muy bien!
RODRIGO.- ¡Os repito que no está muy bien! Deseo yo mismo presentarme a Desdémona. Si quiere devolverme mis alhajas, abandonaré su corte y expresaré mi arrepentimiento por mis solicitaciones ilícitas. Si no, estad bien seguro de que exigiré satisfacciones de vos.
IAGO.- ¿Habéis acabado ya?
RODRIGO.- Sí, y nada he dicho que no tenga intención de hacer, os lo declaro.
IAGO.- Vaya, ahora veo que hay energía en ti, y a partir de este momento te tendré en mejor opinión que te tenía. ¡Dame tu mano, Rodrigo! Has concebido contra mí sospechas muy justificadas; pero, sin embargo, protesto que he obrado muy lealmente en tu asunto.
RODRIGO.- No lo ha parecido.
IAGO.- Os concedo que, verdaderamente, no lo ha parecido, y vuestra sospecha no carece de juicio y discernimiento. Pero, Rodrigo, si hay en ti lo que ahora más que nunca tengo las mayores razones para creer que posees -quiero decir resolución, arrojo y denuedo-, muéstralo esta noche; si a la velada siguiente no gozas a Desdémona, quítame de este mundo a traición e inventa artificios contra mi vida.
RODRIGO.- Bien. ¿De qué se trata? ¿Es algo que entra en la esfera de lo posible y del buen sentido?
IAGO.- Señor, ha venido una comisión especial de Venecia para colocar a Cassio en el puesto de Otelo.
RODRIGO.- ¿Es cierto? ¡Cómo! En ese caso Otelo y Desdémona regresarán a Venecia.
IAGO.- ¡Oh, no! Él se va a Mauritania y se lleva consigo a la hermosa Desdémona, a menos que algún accidente no le obligue a prolongar aquí su estancia; para lo cual no hay medio más seguro que eliminar a Cassio.
RODRIGO.- ¿Qué entendéis por eliminarle?
IAGO.- Pardiez, hacerle imposible de ocupar el puesto de Otelo; saltarle los sesos.
RODRIGO.- ¿Y es eso lo que quisierais que hiciera?
IAGO.- Sí, si os atrevéis a procuraros una ventaja y a ejercer un derecho. Cena esta noche con una mujer de mala vida, y allí iré a buscarle. Aún no sabe nada de su honorable fortuna. Si queréis espiarle a la salida, que yo haré de suerte que suceda entre doce y una, podréis acometerle a vuestro placer; yo estaré cerca de vos para secundar vuestro atentado, y caerá entre nosotros. Vamos, no os quedéis ahí estupefacto, sino venid conmigo. Os mostraré tan claro la necesidad de su muerte, que vos mismo os creeréis obligado a dársela. Ha llegado la hora exacta de la cena, y la noche avanza rápidamente. ¡A la obra!
RODRIGO.- Es preciso que me deis para eso algunas razones más.
IAGO.- Y las tendréis cumplidas. (Salen.)


Escena Tercera[editar]

Otro aposento en el castillo
Entran OTELO, LUDOVICO, DESDÉMONA, EMILIA y personas del séquito
LUDOVICO.- Os lo ruego, señor, no os molestéis más.
OTELO.- ¡Oh, perdonadme!; me sentará bien dar un paseo.
LUDOVICO.- Buenas noches, señora; doy humildemente las gracias a Vuestra Señoría.
DESDÉMONA.- ¡Sea muy bien venido Vuestro Honor!
OTELO.- ¿Queréis acompañarme a pasear, señor? ¡Oh, Desdémona!...
DESDÉMONA.- ¿Mi señor?...
OTELO.- Idos al instante al lecho. Estaré de vuelta inmediatamente. Despedid a vuestra doncella. Procurad cumplirlo.
DESDÉMONA.- Lo haré, mi señor. (Salen Otelo, Ludovico y personas del séquito.)
EMILIA.- ¿Qué sucede ahora? Tiene el aspecto más amable que antes.
DESDÉMONA.- Dice que va a volver incontinenti. Me ha ordenado que me vaya al lecho y pedido que os despida.
EMILIA.- ¡Despedirme!
DESDÉMONA.- Son sus órdenes. Por consiguiente, mi buena Emilia, dame mi vestido de noche, y adiós. No debemos contrariarle ahora.
EMILIA.- ¡Ojalá no le hubieseis visto nunca!
DESDÉMONA.- No lo quisiera así. Mi amor le está tan enteramente sometido, que hasta su mal humor, sus reprensiones y ceño -por favor, desabróchame- tienen gracia y fineza.
EMILIA.- He puesto en el lecho las sábanas que me ordenasteis colocar.
DESDÉMONA.- Me es igual todo... ¡Por mi fe! ¡Qué locas son nuestras mentes! Si muero antes que tú, te suplico que me envuelvas en una de estas mismas sábanas.
EMILIA.- Vamos, vamos, no digáis tonterías.
DESDÉMONA.- Mi madre tenía una doncella de nombre Bárbara. Se había enamorado, y encontrose con que el galán a quien amaba se volvió loco y la abandonó. Sabía cierta canción del «Sauce»; era una antigua canción, pero expresaba bien su destino y murió cantándola. ¡Esta noche no quiere írseme del alma esta canción! Me da mucha pena no poder inclinar mi cabeza a un lado y cantarla como la pobre Bárbara. Por favor, date prisa.
EMILIA.- ¿Iré a buscaros vuestra camisa de noche?
DESDÉMONA.- No. Desabróchame aquí... Ese Ludovico es un hombre muy apuesto.
EMILIA.- ES un hombre guapo.
DESDÉMONA.- Habla bien.
EMILIA.- Sé de una dama de Venecia que hubiera ido descalza a Palestina por un toque de su labio inferior.
DESDÉMONA.- (Cantando.) La pobre alma sentose suspirando al pie de un sicomoro, cantad todo al sauce verde; la mano sobre su seno, la cabeza sobre su rodilla, cantad: sauce, sauce, sauce; las frases ondas corrían tras ella y murmuraban sus suspiros, cantad: sauce, sauce, sauce; sus lágrimas amargas caían y ablandaban las piedras... Quítame esto. (Canta.) Cantad: sauce, sauce, sauce. Por favor, despáchate; va a venir en seguida. (Canta.) Cantad todos que un sauce verde debe ser mi guirnalda. Que nadie le censure; yo apruebo su desdén. No, no es eso lo que sigue. ¡Escucha! ¿Quién llama?
EMILIA.- Es el viento.
DESDÉMONA.- (Cantando.) He llamado a mi amor amor perjuro; pero ¿qué dijo entonces? Cantad: sauce, sauce, sauce, si cortejo a otras mujeres, dormiréis con otros hombres. Ahora, márchate. ¡Buenas noches! Me escuecen los ojos. ¿Es presagio de lágrimas?
EMILIA.- Eso no significa nada.
DESDÉMONA.- Lo había oído decir. ¡Oh, estos hombres, estos hombres! ¿Crees tú en conciencia -dímelo, Emilia- que hay mujeres que ofenden a sus maridos con tan grueso ultraje?
EMILIA.- Ya lo creo que las hay; sin duda.
DESDÉMONA.- ¿Cometerías semejante acto por el mundo entero? EMILIA.- ¿Qué, no lo cometerías vos?
DESDÉMONA.- ¡No, ante la luz del cielo!
EMILIA.- Ni yo tampoco ante la luz del cielo; preferiría hacerlo en las tinieblas.
DESDÉMONA.- ¿Cometerías tal acto por el mundo entero?
EMILIA.- El mundo es una cosa grande. Es un gran precio para un pequeño vicio.
DESDÉMONA.- Pienso, en verdad, que no lo harías.
EMILIA.- En verdad, pienso que lo haría, y que lo desharía cuando lo hubiese hecho. Pardiez, claro que no lo haría por un anillo doble, por algunas medias de linón, ni por unas sayas, basquiñas, ni gorros, ni por cualquier otra pequeña asignación; pero ¡por el mundo entero! Pardiez; ¿quién no haría cornudo a su marido para ascenderlo a monarca? Arrostraría para ello el purgatorio.
DESDÉMONA.- ¡Sea yo maldita si hiciera semejante iniquidad por el mundo entero!
EMILIA.- ¡Bah!, la iniquidad no es una iniquidad sino para el mundo, y teniendo al mundo por haberla cometido, no sería una iniquidad en un mundo vuestro, lo que os permitiría bien pronto repararla.
DESDÉMONA.- No creo que exista semejante mujer.
EMILIA.- Sí, y una docena, y más aún de suplemento para aprovisionar el mundo, que les serviría de juego. Pero yo creo que cuando las mujeres caen, la falta es de sus maridos; pues o no cumplen con sus deberes y vierten nuestros tesoros en regazos extraños, o estallan en celos mezquinos imponiéndonos sujeciones, o nos pegan y reducen por despecho nuestro presupuesto acostumbrado. Pardiez, tenemos hiel, y aunque poseamos cierta piedad, no carecemos de espíritu de venganza. Sepan los maridos que sus mujeres gozan de sentidos como ellos; ven, huelen, tienen paladares capaces de distinguir lo que es dulce de lo que es agrio, como sus esposos. ¿Qué es lo que procuran cuando nos cambian por otras? ¿Es placer? Yo creo que sí. ¿Es el afecto lo que les impulsa? Creo que sí también. ¿Es la fragilidad que así desbarra? Creo también que es esto. ¿Y es que no tenemos nosotras afectos, deseos de placer y fragilidad como tienen los hombres? Entonces que nos traten bien, o sepan que el mal que hacemos son ellos quienes nos lo enseñan.
DESDÉMONA.- Buenas noches, buenas noches. El cielo me inspire costumbres que me permitan no extraer mal del mal, sino mejorarme por el mal. (Salen)

Fin del Acto IV


En la obra de Shakespeare, Otelo, se despliegan los celos proyectados en los que hace referencia Sigmund Freud en su obra, en el texto de 1922 "Sobre algunos mecanismos neuróticos en los celos, la paranoia y la homosexualidad". Otelo mata a Desdémona poseido por unos celos enfermizos

" Los celos del segundo grado, o celos proyectados, nacen, tanto en el hombre como en la mujer, de las propias infidelidades del sujeto o del impulso a cometerlas; relegado, por la represión, a lo inconsciente. Sabido es que la fidelidad, sobre todo la exigida en el matrimonio, lucha siempre con incesantes tentaciones. Precisamente aquellos que niegan experimentar tales tentaciones sienten tan enérgicamente su presión que suelen acudir a un mecanismo inconsciente para aliviarla, y alcanzan tal alivio e incluso una absolución completa por parte de su conciencia moral, proyectando sus propios impulsos a la infidelidad sobre la persona a quien deben guardarla. Este poderoso motivo puede luego servirse de las percepciones que delatan los impulsos inconscientes análogos de la otra persona y justificarse entonces con la reflexión de que aquélla no es probablemente mucho mejor. " 

                                                                                                   Laura López, Psicoanalista Grupo Cero 
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